Bolivia: un país en fila, esperando justicia, combustible y dignidad

El país se ha convertido en una eterna fila: para conseguir gasolina, para comprar gas, para buscar justicia. Mientras el pueblo espera, los poderosos siguen sin rendir cuentas, la corrupción se pasea impune y el Estado se reparte entre leales al régimen. ¿Hasta cuándo seguiremos en la fila de la desesperanza?

EditorialAyerMauricio Ochoa UriosteMauricio Ochoa Urioste
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No es solo el colapso económico lo que evidencia el agotamiento del modelo del Movimiento al Socialismo (MAS) tras dos décadas de poder. La crisis que atraviesa Bolivia es, además, política, social y hasta moral. Lo económico es apenas la punta del iceberg: las interminables filas de automóviles y transporte público esperando combustible, la escasez de gas licuado de petróleo (GLP) que obliga a cientos de personas a peregrinar por un insumo básico, son solo síntomas visibles de un deterioro mucho más profundo. Pero el daño va más allá de lo material; es una crisis que ha penetrado el tejido mismo de la sociedad boliviana, alterando su estructura institucional y desdibujando los valores democráticos que alguna vez fueron su pilar.

Desde que el MAS asumió el poder, se ha intentado imponer un modelo de concentración absoluta del mando, donde la democracia se reduce a una formalidad electoral sin garantías de transparencia ni equidad. En el terreno político, las bases de la República han sido socavadas hasta la extenuación. El pluralismo político es una mera declaración retórica cuando el poder se concentra en un solo partido y la oposición es perseguida, amedrentada y reducida a una función simbólica. La libertad individual y el respeto por los derechos fundamentales han sido sistemáticamente vulnerados, mientras la separación de poderes se ha convertido en una ficción conveniente para quienes controlan el aparato estatal. Las instituciones, lejos de operar con independencia, han sido instrumentalizadas para servir a los intereses del oficialismo, eliminando cualquier posibilidad de alternancia en el poder.

El Estado de derecho, principio esencial en cualquier democracia, ha sido sustituido por el Estado del poder, donde la ley se aplica de manera discrecional según la conveniencia del gobierno. La igualdad de oportunidades es una quimera cuando las instituciones están subordinadas al partido gobernante y los cargos públicos se reparten por lealtad política en lugar de mérito. En esta Bolivia, la justicia no es ciega: observa y obedece al poder de turno. Jueces y fiscales actúan como operadores políticos en lugar de garantes de la legalidad, y la impunidad se ha convertido en una norma para quienes ostentan el poder y sus allegados.

En este contexto, el debido proceso se ha convertido en una ilusión inalcanzable para disidentes y opositores. Los juicios políticos están a la orden del día, con expedientes amañados, pruebas fabricadas y magistrados que responden a órdenes directas del poder. En Bolivia, no hay garantías para una defensa justa ni para un fallo imparcial cuando el acusado representa una amenaza al régimen. Las sentencias no se dictan en tribunales, sino en los pasillos del poder, y las condenas son dictadas de antemano según las conveniencias del oficialismo.

El origen de esta crisis estructural se encuentra en la propia Constitución Política del Estado de 2009, que no solo consolidó el poder hegemónico del MAS, sino que estableció un sistema de administración de justicia inviable. La elección de jueces por sufragio, sin que estos puedan hacer campaña ni presentar planes de trabajo, es un contrasentido absoluto que condena a la justicia a la precariedad y la sumisión al poder político. La judicatura, lejos de ser un poder independiente, se ha convertido en un brazo operativo del gobierno, en el que los magistrados deben su lealtad a quienes los colocan en sus cargos.

Asimismo, la Constitución de 2009 refleja un marcado etnocentrismo que ha sido utilizado como herramienta de polarización. Basta con leer su prefacio para notar el sesgo identitario que ha permeado toda la estructura estatal, fomentando la división en lugar de la unidad nacional. La lógica ha sido siempre la misma: divide et impera. En lugar de construir una sociedad cohesionada basada en la igualdad de derechos y deberes, se ha promovido una segmentación política y social que fragmenta el país en grupos con privilegios diferenciados. Este modelo de gobierno ha alimentado el conflicto interno, manteniendo a la población sumida en disputas artificiales mientras el Estado se desmorona.

El deterioro social también es evidente. La polarización ha alcanzado niveles alarmantes, con un país fragmentado entre quienes apoyan al oficialismo y quienes exigen un cambio profundo. La convivencia pacífica ha sido reemplazada por un clima de confrontación permanente, donde el disenso es castigado y la crítica es demonizada. Se ha impuesto una narrativa en la que cualquier voz disidente es catalogada de enemiga del pueblo, una estrategia clásica de los regímenes autoritarios para deslegitimar la oposición y perpetuarse en el poder.

Parte fundamental del sostenimiento del oficialismo se encuentra en el aparato estatal, donde miles de empleados públicos actúan como defensores incondicionales del régimen, no por convicción, sino por conveniencia. Se ha instaurado un sistema clientelar en el que el empleo público no se basa en mérito ni eficiencia, sino en lealtad política. Muchos de estos funcionarios, lejos de servir a la ciudadanía, han encontrado en la corrupción una vía para lucrar ilegalmente bajo la protección del poder. Si bien la corrupción es un mal que ha existido desde la fundación de Bolivia, lo que hoy acontece es un desorden institucional sin precedentes, en el que quienes tienen dinero y poder político quedan impunes mientras la justicia persigue a opositores y críticos del gobierno.

Además, el colapso moral de la sociedad se manifiesta en el uso sistemático de la mentira como herramienta política, en la normalización de la corrupción como un componente estructural del Estado y en la ausencia de ética en la gestión pública. Las promesas incumplidas, los desfalcos millonarios y los casos de nepotismo han dejado en claro que la retórica del MAS sobre la justicia social no es más que un discurso vacío para encubrir su verdadera naturaleza: un aparato de poder basado en el control absoluto de las instituciones y el sometimiento de la población a una lógica clientelar.

No se trata solo de un colapso económico, sino de una crisis integral que afecta los cimientos mismos de la convivencia democrática. La institucionalidad ha sido reemplazada por el caudillismo, la función pública por el servilismo y la ética política por la impunidad. El país, antes que progresar, ha retrocedido en valores esenciales para el desarrollo de cualquier sociedad libre y democrática. La falta de inversión en infraestructura, la precarización del sistema de salud y educación, y el desmoronamiento de la confianza en las instituciones son pruebas contundentes de que el país se encuentra en un estado de emergencia multidimensional.

Para superar este estado de deterioro generalizado, es imperativo realizar una reforma total de la Constitución. La carta magna actual es el germen de los males que afectan al país, pues ha sido diseñada para perpetuar un modelo autoritario disfrazado de democracia. Bolivia necesita una Constitución que garantice la verdadera independencia de poderes, que elimine mecanismos que permiten la manipulación de la justicia y que establezca un sistema de gobierno basado en el mérito, la institucionalidad y el respeto irrestricto al Estado de derecho. Sin esta reforma profunda, cualquier cambio será superficial y temporal.

Si algo han demostrado estos últimos veinte años es que la acumulación del poder absoluto conduce inevitablemente a su degradación. Bolivia no solo enfrenta un desabastecimiento de combustible, sino un desabastecimiento de justicia, de institucionalidad y de principios. El fin del ciclo del MAS no es solo necesario: es inevitable si el país quiere recuperar los valores fundamentales que alguna vez definieron a la República. La reconstrucción será una tarea titánica, pero es un esfuerzo impostergable si Bolivia quiere volver a ser un país donde la ley y la democracia sean algo más que meras formalidades vacías de contenido.

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