La encrucijada boliviana: justicia, educación y dignidad

¿Qué rumbo tomar?. Esa es la pregunta que Bolivia se hace desde hace décadas. Una nación atrapada entre promesas rotas, saqueos institucionales y una corrupción que parece haberse incrustado en lo más hondo de su tejido social. Pero para responder a esa pregunta —con honestidad y sin propaganda— es necesario mirar el pasado sin idealizaciones.

Editorial26 de marzo de 2025Mauricio Ochoa UriosteMauricio Ochoa Urioste
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Foto:Pixabay.

Antes del Movimiento al Socialismo (MAS), los gobiernos neoliberales dejaron tras de sí un país vulnerable: contratos leoninos firmados con transnacionales, entrega indiscriminada de los recursos naturales, y una partida de gastos reservados utilizada como caja chica del poder, sin rendición de cuentas ni control democrático. Fue una época marcada por el despojo silencioso y legalizado, una rapiña revestida de tecnocracia.

Sin embargo, el cambio de gobierno no erradicó el problema de fondo. La llegada del MAS al poder no significó el fin de la corrupción ni la construcción de una institucionalidad más transparente. Las promesas de renovación pronto se vieron opacadas por prácticas similares: concentración de poder, instrumentalización de la justicia y falta de rendición de cuentas. El mal que afecta al país ha demostrado ser más profundo que cualquier ideología o partido: es un patrón cultural, un sistema viciado que se reproduce sin importar quién gobierne.

La corrupción no es exclusiva de los gobernantes; nos atraviesa como sociedad. Desde el contrabando hasta las coimas normalizadas a oficiales de tránsito, lo que vemos es apenas la superficie de un sistema descompuesto. El verdadero cáncer está en una “justicia” que se ha convertido en guillotina política: presta para enjuiciar opositores, servil frente al poder de turno, e inútil frente a los verdaderos delitos que agobian a la ciudadanía. La impunidad es la norma, y el miedo a disentir, una constante.

¿Qué hacer?. La respuesta no está en nuevos caudillos ni en salvadores providenciales. Bolivia necesita con urgencia una ciudadanía armada de valor y conciencia. Una sociedad medianamente educada, pero sólidamente comprometida con valores de justicia, responsabilidad y civismo. No basta con ser indígena o no indígena para ocupar un cargo de poder: la identidad no reemplaza a la formación, ni la representación simbólica a la ética pública.

Necesitamos una dirigencia preparada, honesta, con visión de Estado. Y eso solo se logra con educación. Educación en la familia, sí, pero también con una apuesta política firme por elevar el gasto público en todos los niveles del sistema educativo. No podemos seguir improvisando. Debemos formar profesionales altamente cualificados que enfrenten con inteligencia los retos del siglo XXI: el cambio climático, la transición energética, la crisis del agua, el desafío digital, la integración internacional.

Y en este esfuerzo, los medios de comunicación tienen un rol irrenunciable. No pueden seguir amplificando solo la voz de los poderosos. Deben recuperar su función social: dar cobertura a quienes reclaman justicia y libertad, a quienes luchan por los derechos humanos y por la defensa de nuestros recursos naturales. Visibilizar a quienes no tienen cabida en la propaganda oficial ni en la frivolidad mediática.

En mi recorrido por universidades europeas he quedado profundamente maravillado por las enormes bibliotecas, ricas en recursos para estudiar e investigar. No se trata solo de infraestructura, sino de una atmósfera de respeto por el conocimiento. En Bolivia, si bien contamos con profesionales valiosos y capacitados, es escuálida la cantidad de científicos e investigadores serios en el campo de las ciencias sociales y las humanidades. Esta ausencia es más que preocupante: es estructural. El desarrollo boliviano no vendrá de la improvisación ni del anti-intelectualismo, sino de la mano de aquellos líderes —y de una sociedad en su conjunto— que amen la cultura y las ciencias, y no las rechacen. Solo a través del pensamiento crítico, la investigación rigurosa y la apuesta por el saber podremos aspirar a un futuro distinto.

La verdadera revolución pendiente en Bolivia no es ideológica, es moral e intelectual. Requiere una transformación profunda de nuestras instituciones, nuestras prácticas sociales y nuestro contrato ciudadano. Y esa revolución comienza con una decisión: dejar de buscar culpables y empezar a construir soluciones, desde abajo y entre todos.

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