Entre la memoria y el porvenir: lo que el MAS nos dejó y los retos que enfrenta Bolivia

La vida, con sus aciertos y desengaños, me ha enseñado a actuar con cautela. Por esa razón, evito conclusiones apresuradas sobre el tiempo histórico que hemos vivido bajo los gobiernos del Movimiento al Socialismo (MAS).

EditorialEl domingoMauricio Ochoa UriosteMauricio Ochoa Urioste
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Foto de una niña bolivianaPixabay

Sin embargo, hay una percepción que se vuelve cada vez más clara: los bolivianos no seremos los mismos después de esta etapa política. Es cierto que en sus primeros años el MAS logró frenar profundas brechas económicas heredadas de los gobiernos neoliberales, además de poner en el centro del debate nacional cuestiones que durante mucho tiempo fueron relegadas, como la inclusión social y el reconocimiento de la cuestión indígena. Nadie puede negar que hubo avances en la redistribución de recursos y en la visibilización de sectores históricamente marginados.

Pero junto con esos logros también emergieron heridas difíciles de cerrar. La más profunda, en mi lectura, ha sido la destrucción del sistema de partidos, que constituye la base institucional de cualquier democracia. En lugar de fortalecer la pluralidad política, se consolidó una nueva élite de poder —una oligarquía política— que desperdició el respaldo popular y los años de bonanza económica para transformar de manera real la calidad de vida de los bolivianos. El Índice de Desarrollo Humano (IDH) de Bolivia, al ser comparado con otros países de la región, revela que la mejora no fue proporcional a los ingresos extraordinarios de la época del auge gasífero y de las materias primas. Se invirtió, sí, pero se administró con lógica clientelar, priorizando la lealtad política por encima de la eficiencia y la transparencia. El resultado fue un Estado desinstitucionalizado, corroído por la corrupción y con un modelo de gobernabilidad sostenido en prebendas.

La transición que experimentó Bolivia fue profunda. Pasamos de una democracia neoliberal pactada —que tenía como pecado original la exclusión de grandes mayorías sociales— a un sistema que, con discurso renovador, terminó construyendo su propia oligarquía. Es innegable que ese quiebre introdujo cambios simbólicos, pero no consolidó un Estado más justo ni un aparato institucional capaz de administrar con equidad. A mi modo de ver, uno de los errores más graves fue entender la multiculturalidad boliviana desde una visión parcial. Somos un país mestizo en su gran mayoría, pero también conformado por minorías étnicas que deben ser reconocidas: los pueblos indígenas de tierras bajas, las comunidades menonitas, los descendientes de japoneses y tantas otras colectividades que forman parte de nuestra identidad. La política del MAS, al imponer un relato único, redujo la riqueza de esa diversidad.

De mi experiencia personal, tanto bajo el neoliberalismo como en la era del MAS, concluyo que Bolivia necesita construir las bases de un pluralismo político auténtico. Esto significa promover un espacio donde todas las opiniones tengan cabida y donde el debate no esté condicionado por discursos de odio ni por la lógica de amigos y enemigos. Recuerdo que en mi juventud fui testigo de las desgracias de la exclusión neoliberal. Lo que vino después no fue una corrección plena, sino una reacción pendular: un discurso de resentimiento que, lejos de unir, fragmentó más a la sociedad. Personajes históricos como Domitila Chungara, símbolo de resistencia a la dictadura de Banzer, nos enseñan que el camino para reconstruir Bolivia es la unidad desde abajo, con una mirada que trascienda ideologías y ponga en el centro la dignidad del pueblo.

Hoy me encuentro indeciso respecto al rumbo inmediato del país. No me resulta fácil imaginar una Bolivia subordinada de nuevo al Fondo Monetario Internacional ni bajo la tutela de la DEA, pues ambas instituciones evocan un pasado de imposiciones externas. Tampoco me convence el tono del capitán Edman Lara, cuyas declaraciones cargadas de confrontación hicieron daño. Es cierto que pidió perdón, lo cual valoro, pero ahora debe demostrar con hechos que busca la reconciliación nacional. Del otro lado, el exmandatario Jorge Quiroga también incurrió en excesos al anunciar que enviaría a prisión a Evo Morales. Haber sufrido en carne propia la persecución me impide aplaudir ese tipo de propuestas, pues desconoce algo esencial: la separación de poderes. Un gobernante que promete encarcelar adversarios antes de ser electo confunde justicia con revancha, debilitando aún más la institucionalidad.

Mi gran anhelo personal y colectivo es que Bolivia pueda garantizar el retorno de los exiliados, miles de compatriotas que abandonaron el país bajo la amenaza de un sistema judicial manipulado. Una verdadera reconciliación no será posible mientras persista la persecución política ni mientras la justicia continúe funcionando como un brazo del poder. Necesitamos que se impulse una campaña nacional e internacional para exigir al futuro gobierno garantías plenas de seguridad y de respeto a los derechos humanos para quienes desean volver y reconstruir su vida en la tierra que los vio nacer.

Finalmente, estoy convencido de que solo la educación en valores republicanos y democráticos permitirá sentar las bases de un país mejor. Hablo de educar en la dignidad humana, en el respeto a la diferencia y en la defensa irrestricta de los derechos fundamentales. No creo que la historia boliviana esté condenada al fracaso. Hemos atravesado dictaduras, crisis económicas y profundas divisiones, pero seguimos de pie. Sin embargo, tampoco soy ingenuo: si no priorizamos los valores esenciales de la democracia, corremos el riesgo de repetir los errores del pasado. El MAS nos deja una Bolivia distinta, marcada por avances y retrocesos, por inclusión y exclusión, por esperanzas y frustraciones. Ahora nos toca decidir si queremos prolongar un modelo desgastado o si seremos capaces de abrir un horizonte de pluralismo y respeto institucional.

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