
Las regiones mediterráneas se enfrentan a un futuro con menos agua. Las proyecciones climáticas apuntan a un descenso de las precipitaciones y un aumento de la evaporación del agua del suelo y la transpiración de las plantas (evapotranspiración) debido al incremento de las temperaturas. La reciente sequía entre 2020 y 2024 –que golpeó con dureza el noreste de la península ibérica– confirma que no se trata de predicciones lejanas, sino de una realidad que ya empieza a hacerse sentir.
La pregunta “¿tendremos que vivir con menos agua?” ya no es retórica. Inquieta a ciudadanos, sectores productivos, responsables públicos y científicos. Pero quizás la cuestión más adecuada sea: “¿tendremos menos agua para vivir?”. Y la respuesta, lamentablemente, es sí.
Informes que no dejan duda
El primer informe de cambio climático en el Mediterráneo, redactado por MedECC en 2020, prevé que, en un escenario de altas emisiones, las temperaturas medias podrían aumentar entre 3,8 ºC y 6,5 ºC antes de 2100. En el mejor de los casos, compatible con el Acuerdo de París, el aumento sería de 0,5 ºC a 2,0 ºC. En cuanto a la lluvia, podría reducirse entre un 10 % y un 30 % durante el verano en muchas zonas. Menos entradas por precipitación y más salidas por evapotranspiración y consumo humano suponen un desequilibrio en el balance hídrico. Y eso que implica una disminución de las reservas subterráneas.
Para valorar la escasez de recursos, estas predicciones deben analizarse en términos del balance hídrico. A grandes rasgos, este balance relaciona las entradas de agua en una cuenca, básicamente por precipitación, con las salidas por evapotranspiración –dependiente de la temperatura atmosférica–, el caudal superficial y la demanda para usos humanos.
La diferencia entre entradas y salidas constituye la variación de las reservas de agua en el subsuelo y acuíferos. En Cataluña, el Tercer Informe sobre el Cambio Climático estima que en 2050 los recursos hídricos serán un 10 % menores en el Pirineo y hasta un 22 % menores en la costa, respecto a 2015. La reducción media será del 18 %, y no ocurrirá de forma gradual, sino con ciclos de sequías más frecuentes e intensas, intercaladas con algún año lluvioso. En el Mediterráneo, viviremos en tensión constante frente a la escasez.
El desafío: gestionar la escasez
El reto está en cómo gestionamos este nuevo escenario. Por un lado, es urgente reducir el consumo. En Barcelona, por ejemplo, el uso doméstico ha pasado de 210 litros por persona y día en el año 2000 a 150 en 2023. Sin embargo, las reservas siguen siendo frágiles: durante la última sequía, los embalses de las cuencas internas apenas superaban el 15 %. Aunque se ha contenido la demanda, muchas redes urbanas siguen registrando pérdidas importantes. Mejorar su eficiencia es prioritario.
La agricultura, gran consumidora de agua, es el sector más afectado, tanto por la propia escasez como por las decisiones políticas ante la sequía, que penalizan fuertemente a este sector. Pese a los esfuerzos por modernizar los sistemas de riego, sigue dependiendo de las lluvias y de los embalses. Reducir su consumo es clave para garantizar la sostenibilidad del conjunto del sistema.
Por otro lado, hay que apostar por nuevas fuentes. La regeneración de aguas residuales –tratadas y devueltas al medio para su reutilización– se perfila como una solución esencial, sobre todo en áreas costeras donde verter agua al mar equivale a perderla. También la desalinización gana protagonismo, aunque existen dudas sobre su coste y sostenibilidad (consumo ergético, gestión de los residuos salinos).
Ambas estrategias ofrecen agua “nueva”, pero requieren inversiones, planificación y, sobre todo, consenso social.
El valor estratégico del agua subterránea
A menudo olvidada, el agua subterránea es un recurso importante en el abastecimiento de la demanda.
En el proyecto TREASURE evaluamos el potencial de las aguas subterráneas y las fuentes de agua regenerada como alternativas de gestión para minimizar los impactos de la sequía tanto en el suministro humano de agua como en las funciones medioambientales.
Muchos acuíferos que antaño suministraron agua para uso urbanos dejaron de explotarse por la mala calidad del recurso, básicamente por contaminación de nitratos en zonas rurales, compuestos de uso industrial en las zonas urbanas y salinización de los acuíferos costeros.
No obstante, el agua subterránea es un recurso fiable y, siempre en función del tipo de sistema hidrogeológico, más resiliente a sequías anuales que los recursos superficiales. Se dispone, pues de un recurso fundamental y estratégico que contribuyó y debe introducirse de nuevo como factor clave en la garantía del suministro. Todo ello, sin olvidar que la recarga de los acuíferos depende también del balance hídrico y que el riesgo de sobreexplotación existe y debe evitarse a toda costa.
¿Y la naturaleza?
A la pregunta de arranque, el diagnóstico es claro: tendremos menos agua. Pero aún estamos a tiempo de actuar con inteligencia. Lo que está en juego no es solo la gestión de un recurso, sino el modelo de sociedad que queremos construir en un contexto de escasez creciente.
No basta con una visión centrada en el uso humano. Hoy, muchos ecosistemas acuáticos –ríos, humedales, lagos– sufren por la falta de agua, a menudo debido a que se priorizan las demandas humanas.
Restaurar su calidad ecológica es una obligación legal, según la Directiva Marco del Agua. Consideremos, entonces, a la naturaleza como un usuario más, quizá el primero, del recurso. Atender sus necesidades hídricas significa preservar los servicios ecosistémicos, la biodiversidad y, en última instancia, nuestra propia calidad de vida. Y si una buena gestión dejara agua disponible, devolvámosla a los ecosistemas antes que convertirla en nuevo consumo productivo.
Josep Mas-Pla, Catedrático de Hidrogeología. Universitat de Girona / Investigador Senior, Institut Català de Recerca de l'Aigua., Universitat de Girona
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.