Belém arde y la COP30 se derrumba: crónica de una cumbre perdida

La imagen que quedará grabada de la COP30 no será la de un acuerdo histórico ni la de un giro climático global, sino la de un incendio improvisado devorando parte del recinto oficial en Belém. Un fuego inesperado que obligó a detener las negociaciones el penúltimo día, mientras las delegaciones buscaban con desesperación un consenso que nunca llegó.

InternacionalHoyRedacciónRedacción

Nadie resultó herido, pero la metáfora era tan evidente que algunos negociadores preferían no comentarla: aquel incendio era la mejor representación de una cumbre que ya ardía desde adentro, reducida a cenizas por presiones, vetos y silencios incómodos. La esperanza de una COP decisiva terminó consumiéndose mucho antes de que las llamas reales aparecieran.

La expectativa era enorme. Brasil, anfitrión de una cumbre histórica en plena Amazonía, había prometido un antes y un después. Coincidían aniversarios cruciales: diez años desde el Acuerdo de París, veinte desde la entrada en vigor del Protocolo de Kioto, ochenta desde la fundación de Naciones Unidas. Y, sobre todo, era la primera COP después de haber traspasado oficialmente los 1,5 ºC de calentamiento global, la línea roja que el propio sistema internacional se había fijado como límite inquebrantable. Lula da Silva, convencido de que Belém podía corregir el rumbo de un mundo en alerta, buscó desde el inicio una cumbre abierta, participativa, sin represión a la sociedad civil, y con protagonismo indígena y amazónico. Su presidencia quería dos cosas: una hoja de ruta clara para abandonar los combustibles fósiles y un plan sólido contra la deforestación. Ese era el corazón del sueño brasileño.

Durante unos días, pareció posible. El primer borrador del documento final incluía por primera vez una mención explícita al fin del petróleo, el gas y el carbón, y un calendario aproximado hacia una transición justa. Pero el espejismo duró muy poco. En 48 horas, esa hoja de ruta desapareció por completo de los textos oficiales. Se esfumó sin explicación pública. Junto a ella, se borró también cualquier referencia directa a los combustibles fósiles, un retroceso inmenso frente a la COP28 de Dubái, la primera que había logrado romper el tabú de nombrarlos.

El bloqueo estuvo liderado por Arabia Saudí y Rusia, secundadas por una decena de países del grupo LMDC, coalición que agrupa a China, India, Pakistán, Irán, Egipto, Argelia, Venezuela y otros gobiernos que se negaron a permitir siquiera un compromiso declarativo hacia la descarbonización. Las presiones fueron tan intensas que la presidencia brasileña comenzó a retroceder en todo lo que había prometido. Lo que empezó como una cumbre que buscaba cambiar la historia terminó convertida en una negociación defensiva, sin ambición y sin horizonte.

La reacción no tardó en llegar. Treinta y siete países —entre ellos España— enviaron una carta airada a la presidencia denunciando que el texto ya no cumplía ni con las “mínimas condiciones” para considerarse creíble. La vicepresidenta española, Sara Aagesen, lo dijo con crudeza: “Vinimos con una meta clara: no sobrepasar los 1,5 ºC. Y este texto no es suficiente.” Las organizaciones ecologistas fueron incluso más duras: “Una patada hacia adelante de manual”, resumió Javier Andaluz, de Ecologistas en Acción. Greenpeace denunció que el texto no aumentaba la ambición, no fortalecía la protección de bosques ni garantizaba financiación. El “mutirão”, la idea de esfuerzo colectivo que Lula había invocado como símbolo de la COP, quedaba en entredicho.

La frustración también venía de otra parte: la opacidad. Varios observadores denunciaron que esta había sido una de las COP más oscuras, con borradores que no se compartían a tiempo y negociaciones poco transparentes. Se sumaba, además, un hecho alarmante: nunca antes una COP había tenido 1.600 delegados con vínculos directos con la industria petrolera. Esa cifra explicaba casi todo lo que ocurrió después.

Los últimos intentos de salvar la cumbre fueron desesperados. Brasil intentó forzar un documento mínimo para evitar el titular más temido —“La COP30 fracasa”—, pero Panamá y Colombia se negaron a aceptarlo. Colombia no podía firmar un texto sin mención a los combustibles fósiles. Panamá rechazaba la falta de criterios claros de adaptación. Con esos dos vetos, el derrumbe quedó sellado: Belém no tendría hoja de ruta, ni metas claras, ni ambición climática.

Mientras todo esto ocurría en las salas cerradas, el Sur Global aprovechaba para recordar que la crisis climática no es una discusión técnica, sino una realidad cotidiana que cuesta vidas. Zambia es uno de los ejemplos más duros. Michael Mwansa, activista de Action Aid, lo dijo sin rodeos: “Mientras hablo contigo, en Zambia hay cortes de luz de dos horas al día. Cuando fallan las máquinas en cuidados intensivos, los niños mueren.” Su país, devastado por sequías e inundaciones, se encuentra atrapado entre el colapso climático y una deuda impagable. Desde 2015 hasta 2031, los países de África, Latinoamérica y Asia pagarán 3,5 billones de dólares a sus acreedores. Cerca del 40% irá a parar a inversores privados que exigen tasas de interés que ningún país vulnerable puede sostener. El círculo vicioso se describe solo: quienes menos han contaminado pagan a quienes más se niegan a financiar soluciones climáticas.

Las mujeres del continente africano también tomaron la palabra para denunciar las injusticias invisibles del calentamiento global. Norwu Kalu Harris, activista liberiana, explicó que en su país la mayoría de quienes trabajan la tierra son mujeres, pero la propiedad sigue en manos de hombres. Eso significa que una sola inundación o una mala cosecha puede arrastrar años de esfuerzo. “Liberia está en la primera línea del cambio climático”, dijo. Y lo que ocurre con el arroz —el 75% importado de India— es un símbolo del riesgo: un ciclón en Asia puede duplicar el precio del alimento básico en Monrovia.

La financiación, la mayor deuda pendiente de todas las COP, tampoco avanzó en Belém. Las promesas siguen sin acercarse a lo que la ciencia exige. El Sur Global pide un billón de dólares anuales; los países ricos insisten en compromisos incompletos, retrasados y muchas veces irreales. El mecanismo Bakú-Belém, creado para discutir una hoja de ruta financiera, terminó sin concreciones. Y el Mecanismo de Acción de Belém, la gran apuesta brasileña, nació sin funciones, sin calendario, sin presupuesto y con un bloqueo político liderado por la Unión Europea que aplaza su puesta en marcha al menos dos años. Es decir: incluso lo poco que se creó será inútil durante un largo tiempo.

La decepción era tal que, al cierre, muchos negociadores hablaban en voz baja de “la COP de las verdades duras”. Brasil había querido organizar una cumbre más humana, más abierta, más conectada con la sociedad. Y lo logró en parte: hubo presencia indígena, hubo movimientos sociales, hubo una Cumbre de los Pueblos viva y sin represión. Pero nada de eso fue suficiente frente a la maquinaria internacional que evita compromisos vinculantes, diluye los textos y posterga decisiones vitales.

El balance es devastador. No hubo hoja de ruta para abandonar el petróleo. No hubo plan concreto contra la deforestación. No hubo avances en financiación climática. La ambición quedó reducida a declaraciones simbólicas. Y el mundo, una vez más, salió de la COP prometiendo que “el proceso continúa”, aunque todos saben que continúa demasiado lento.

Se suponía que Belém sería el punto de inflexión. Ha terminado convertida en un aviso más sombrío: la realidad avanza más rápido que la política. El incendio fortuito en la zona azul solo anticipó lo que la historia repetirá sin metáforas: si los gobiernos no se mueven, será el planeta el que siga ardiendo.

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