El día que nadie recuerda: cuando Sucre decidió jugársela toda

Seamos honestos: nadie se acuerda del 23 de noviembre. Ni siquiera en Perú, donde ocurrieron los hechos. La fecha se pierde entre el ruido de Junín (6 de agosto) y el estruendo de Ayacucho (9 de diciembre). Pero hace exactamente 201 años, ese día aparentemente anónimo, Antonio José de Sucre tomó la decisión más arriesgada de su carrera militar: lanzar a un ejército hambriento, mal equipado y profundamente dividido contra las últimas fuerzas del Imperio español en América del Sur.

EfeméridesHace 4 horasRedacciónRedacción

No fue una decisión obvia. De hecho, fue una apuesta casi suicida que contradecía toda lógica militar de la época.

Los números no mienten: un ejército al borde del colapso

Empecemos con los datos duros que los libros de texto prefieren omitir. El Ejército Unido Libertador del Perú que Sucre puso en movimiento aquel 23 de noviembre constaba de aproximadamente 5,780 hombres. Pero esa cifra esconde una realidad más cruda: casi el 40% de esas tropas habían sido reclutadas a la fuerza en los últimos tres meses. Los desertores se contaban por centenares cada semana. La viruela había diezmado los batallones colombianos. El escorbuto afectaba a uno de cada cinco soldados.

El virrey José de la Serna, por su parte, comandaba cerca de 9,300 hombres acantonados entre Cuzco y el valle del Apurímac. Sus oficiales eran veteranos de las guerras napoleónicas: José Carratalá había combatido en Bailén; Jerónimo Valdés conocía cada paso de montaña entre Lima y el Alto Perú; Juan Antonio Monet había sobrevivido a veinte años de guerras continuas. No eran los "godos" decadentes que pinta la historiografía patriótica. Eran profesionales de la guerra.

¿Por qué entonces Sucre decidió avanzar? La respuesta está en un despacho que envió a Bolívar el 21 de noviembre, dos días antes: "Si esperamos, nos destruimos por consumición. Si avanzamos, al menos morimos intentando algo."

El contexto que explica la locura

Para entender la decisión del 23 de noviembre hay que retroceder hasta octubre de 1824. Bolívar, desde Lima, libraba su propia batalla: no contra los españoles, sino contra el Congreso peruano, contra Riva Agüero (que había intentado pactar con los realistas), contra Torre Tagle (que directamente se había pasado al bando español), contra los caudillos regionales que veían en la guerra una oportunidad de poder personal.

El 10 de octubre, Bolívar había escrito a Santander: "Este país es un caos. Los peruanos son los seres más miserables para la guerra." Exageraba, por supuesto —Bolívar siempre exageraba—, pero capturaba una verdad incómoda: después de catorce años de guerra continua, el Perú estaba exhausto. Los limeños habían visto cambiar la ciudad de manos tantas veces que ya no sabían si eran realistas o patriotas. Los indígenas del interior habían sido saqueados por ambos bandos con tal sistematicidad que para ellos la independencia era solo un cambio de explotadores.

Sucre entendía todo esto. A sus 29 años, había visto más guerras que la mayoría de los generales europeos de su época. Había estado en Pichincha, había organizado la república en Ecuador, conocía la fragilidad de las victorias militares cuando no hay sustento político. Por eso su decisión del 23 de noviembre no fue un arrebato romántico sino un cálculo frío: el statu quo beneficiaba a los realistas. Cada día que pasaba, su ejército se debilitaba mientras el enemigo se consolidaba.

La conspiración de los "patriotas"

Aquí viene la parte que no nos gusta contar: mientras Sucre preparaba la campaña final, media docena de "patriotas" peruanos conspiraban para derrocarlo. El general José de La Mar, nacido en Cuenca pero considerado peruano por adopción, resentía que un venezolano de 29 años comandara el ejército. Los coroneles Santa Cruz y Gamarra maniobraban para posicionarse en el post-guerra que todos veían venir. Incluso Guillermo Miller, el general inglés que comandaba la caballería patriota, escribió en sus memorias que "la desconfianza entre peruanos, colombianos y rioplatenses era más peligrosa que los cañones realistas."

El 22 de noviembre, la víspera del inicio de la campaña, Sucre tuvo que sofocar un conato de motín en el batallón Número 3 del Perú. Los soldados, que llevaban cuatro meses sin paga, amenazaban con pasarse a los realistas. Sucre los reunió y, según el testimonio del coronel José María Córdova, les dijo: "Mañana marchamos. En dos semanas, o somos libres o estamos muertos. En cualquier caso, se acabó el sufrimiento."

No era retórica barata. Era la verdad desnuda.

Los indígenas: los verdaderos números de la independencia

Hablemos de lo que sistemáticamente se oculta: el 60% del ejército patriota que comenzó a moverse el 23 de noviembre estaba compuesto por indígenas. Pero no eran voluntarios entusiastas de la independencia. Eran hombres arrancados de sus comunidades por levas forzosas, sometidos a un régimen de disciplina brutal, utilizados como carne de cañón por oficiales que ni siquiera hablaban su idioma.

Los morochucos, esos legendarios jinetes indígenas de las pampas de Cangallo que la historia oficial celebra como héroes de la independencia, tienen una historia más compleja. Sus líderes, Basilio Auqui y José Gabriel Huavique, habían servido primero a los realistas. Cambiaron de bando no por convicción ideológica sino porque Sucre prometió respetar sus tierras comunales, promesa que, por cierto, la república incumpliría sistemáticamente en las décadas siguientes.

El cacique Francisco Huaynacahua, que aportó 400 hombres al ejército patriota, dejó un testimonio revelador en quechua que fue traducido recién en 1970: "Fuimos con los libertadores porque prometieron que no habría más tributo. Pero el tributo continuó, solo que con otro nombre."

Las mujeres que nadie nombra

María Hinojosa, cuyo nombre real era María de los Ángeles Pacheco, comandaba de facto un grupo de 200 rabonas que seguían al ejército. El 23 de noviembre, mientras Sucre ordenaba el avance, ella organizaba la logística imposible de alimentar a casi 6,000 hombres con los recursos de un territorio devastado por la guerra. Su sistema de requisiciones, intercambios y saqueo controlado mantuvo al ejército en movimiento.

Francisca Zubiaga de Gamarra, "La Mariscala", que después sería primera dama del Perú, estaba ese día en el campamento patriota. Tenía 21 años y ya había combatido en tres batallas. En sus memorias, publicadas póstumamente, escribió: "El 23 de noviembre no hubo discursos. Sucre simplemente ordenó levantar el campamento. Todos sabíamos lo que significaba."

Manuela Cañizares, ecuatoriana, hacía de correo entre Sucre y los guerrilleros de Marcelino Carreño que hostigaban las líneas de comunicación realistas. El mismo 23 de noviembre fue capturada cerca de Huancayo y fusilada tres días después. Tenía 19 años. Su nombre no aparece en ningún parte oficial.

El verdadero estado del ejército

Los informes médicos del ejército, conservados en el Archivo General de la Nación del Perú, pintan un cuadro desolador. El doctor José Hipólito Unanue, que hacía de cirujano general, reportó el 20 de noviembre: "De los 5,780 hombres en lista, solo 4,200 están en condiciones de marchar. El resto sufre de disentería, fiebres tercianas o heridas mal curadas de Junín."

El armamento era un desastre. El ejército patriota contaba con fusiles de siete modelos diferentes: Brown Bess ingleses (comprados de contrabando), Charleville franceses (heredados de las guerras napoleónicas), fusiles españoles capturados, incluso algunos mosquetes del siglo XVII que los indígenas habían conservado desde la rebelión de Túpac Amaru. La munición era tan escasa que se ordenó que cada soldado llevara solo 20 cartuchos. Para una batalla que podía durar horas, era casi nada.

La caballería, supuestamente el arma decisiva, montaba caballos que en su mayoría habían sido robados a las haciendas locales. Pequeños, mal alimentados, sin herraje adecuado para los caminos de montaña. El general Miller calculó que perderían el 30% de las monturas antes de entrar en combate, solo por agotamiento.

La decisión táctica que cambió todo

Pero aquí está el genio de Sucre, lo que lo distingue de los generales mediocres que abundaban en ambos bandos: entendió que sus debilidades podían convertirse en ventajas. El 23 de noviembre, en lugar de marchar directamente hacia las posiciones realistas, ordenó un movimiento envolvente por la izquierda, a través de los cerros de Condorcunca.

Era una ruta absurda. Los caminos eran senderos de pastores. El frío nocturno en esas altitudes mataba. Pero precisamente por eso los realistas no la vigilaban. Valdés había concentrado sus espías y avanzadas en la ruta obvia, el camino real hacia Cuzco. Cuando se enteró del movimiento de Sucre, el 25 de noviembre, ya era tarde para reaccionar.

El coronel austriaco Federico Braun, mercenario al servicio de España, escribió después: "Sucre nos engañó completamente. Esperábamos un ataque frontal de un ejército desesperado. En cambio, apareció donde no lo esperábamos."

Los días cruciales: del 23 de noviembre al 9 de diciembre

Lo que sucedió en esas dos semanas merece contarse día por día, porque cada jornada fue una pequeña batalla contra el desastre.

24 de noviembre: El batallón Rifles, compuesto por colombianos, amenaza con amotinarse. No hay comida. Sucre ordena sacrificar 30 mulas de carga. "Comeremos las mulas o comerán nuestros cadáveres los cóndores", dice según el testimonio del capitán José Antonio Páez (no confundir con el caudillo venezolano).

26 de noviembre: Primer contacto con las avanzadas realistas cerca de Chalhuanca. Una escaramuza de apenas veinte minutos pero psicológicamente crucial: los patriotas capturan 12 prisioneros y, más importante, dos cargas de aguardiente que Sucre distribuye esa noche.

28 de noviembre: Desertan 180 hombres del batallón Número 2 del Perú. Sucre no ordena perseguirlos. "Mejor perderlos ahora que en medio de la batalla", comenta a Córdova.

1 de diciembre: El ejército realista finalmente reacciona. La Serna ordena concentración general en la pampa de Quinua. Ha elegido el campo de batalla, ventaja táctica enorme. Pero también ha cedido la iniciativa estratégica.

3 de diciembre: Llega correspondencia interceptada. Los realistas esperan refuerzos de Olañeta desde el Alto Perú. 2,000 hombres frescos que cambiarían completamente la correlación de fuerzas. Sucre comprende que debe atacar antes de que lleguen.

5 de diciembre: Consejo de guerra en el campamento patriota. La Mar propone esperar, argumentando que el ejército no está listo. Santa Cruz sugiere negociar. Sucre corta la discusión: "Señores, no he venido hasta aquí para negociar sino para vencer. El 9 atacamos."

7 de diciembre: Último intento de los realistas de dividir a los patriotas. Emisarios secretos ofrecen a los jefes peruanos reconocimiento de grados y pensiones si abandonan a los colombianos. Gamarra vacila. Santa Cruz parece tentado. Pero Miller, el inglés, amenaza con fusilar a quien deserte. La unidad se mantiene por puro terror.

El 9 de diciembre: Ayacucho

Cuando finalmente llegó el día de la batalla, el ejército que Sucre alineó en la pampa de Quinua era un milagro de supervivencia. 5,780 hombres habían iniciado la marcha el 23 de noviembre. 4,500 llegaron a Ayacucho en condiciones de combatir. Los demás habían desertado, enfermado o muerto en el camino.

Frente a ellos, 9,300 realistas en mejor condición física, mejor armados, en posiciones defensivas elegidas. Sobre el papel, no había competencia posible.

Pero las guerras no se ganan sobre el papel. Se ganan en ese momento imposible cuando un ejército decide que prefiere morir avanzando que vivir retrocediendo. Ese espíritu, esa decisión colectiva de jugárselo todo, nació el 23 de noviembre, no el 9 de diciembre.

La batalla duró apenas hora y media. Los realistas perdieron 1,400 muertos y 700 heridos. Los patriotas, 310 muertos y 600 heridos. Fue una carnicería desproporcionada que solo se explica por el colapso psicológico del ejército español, que simplemente no podía creer que esos fantasmas hambrientos que habían visto marchar por las montañas pudieran vencerlos.

Las consecuencias que no calculó nadie

La capitulación de Ayacucho, firmada el mismo 9 de diciembre, es un documento extraordinario por su generosidad. Los vencidos conservaron honores, grados, incluso pensiones. Los oficiales españoles que quisieran quedarse en América podrían hacerlo. Los que quisieran volver a España tendrían pasaje pagado.

Sucre, agotado, quizás entendiendo que la verdadera batalla comenzaba ahora, fue magnánimo hasta el exceso. Años después, exiliado y poco antes de ser asesinado, escribiría: "En Ayacucho gané una batalla pero perdí la paz. Debí ser más duro."

Tenía razón. Los oficiales realistas que se quedaron en el Perú se convirtieron en la primera generación de caudillos militares de la república. Gamarra, que había vacilado hasta el último momento, sería presidente. Santa Cruz construiría su efímera Confederación Perú-Boliviana. La Mar invadiría Ecuador.

El Perú que nació en Ayacucho no fue el que soñaron los libertadores. Fue un país militarizado, dividido, donde los indígenas siguieron siendo siervos, donde las promesas de la independencia se diluyeron en medio siglo de guerras civiles.

Por qué importa recordar el 23 de noviembre

Después de 201 años, ¿qué nos dice esa fecha olvidada? Primero, que las decisiones históricas cruciales rara vez se toman en condiciones ideales. Sucre no esperó a tener un ejército perfecto, unido, bien alimentado. Actuó con lo que tenía, en el momento que pudo, porque entendió que la historia no espera.

Segundo, que los procesos de liberación son siempre más complejos, más contradictorios, más moralmente ambiguos de lo que nos gusta admitir. El ejército que marchó hacia Ayacucho no era una hueste de héroes inmaculados sino una masa contradictoria de ideales y mezquindades, de heroísmos y traiciones, de sueños de libertad y cálculos de poder.

Tercero, que la historia la hacen tanto las figuras conocidas como los anónimos. Por cada Sucre que recordamos hay mil Manuelas Cañizares que olvidamos. Por cada batalla que celebramos hay cien marchas silenciosas que ignoramos.

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