
Llevamos más de 20 meses presenciando en directo cómo Israel comete un genocidio –definido así por académicos judíos israelíes como Raz Segal, Omer Bartov, Amos Goldberg, Lee Mordechai, Daniel Blatman o Shmuel Lederman, además de figuras de las Naciones Unidas y otros expertos internacionales–.
Es la última fase de una historia contemporánea de colonialismo de asentamiento sionista-israelí y de descolonización palestina que se inició entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Generaciones enteras nacieron y desaparecieron con esta problemática internacional como telón de fondo.
Pero no siempre fue así. La violencia, la muerte y la destrucción no tienen que entenderse como el núcleo inexorable de la vida en Palestina.
El inicio se remonta a las últimas décadas del siglo XIX, cuando surgió el movimiento sionista, un nacionalismo colonialista creado por una minoría de judíos europeos asquenazíes que hablaba en nombre del judaísmo pero que no lo representaba.
Influido por otros nacionalismos de la época, el sionismo era sin embargo un “nacionalismo sin territorio”, por lo que tomó la vía del colonialismo de asentamiento. Por un tiempo, el movimiento sionista manejó diversos territorios para establecer la “patria” colonial judía, y el lugar finalmente escogido fue Palestina.
Pero aquel no era un territorio vacío ni “una tierra sin pueblo” como esgrimía el movimiento sionista; ya tenía habitantes. ¿Y cómo era entonces la vida en Palestina?
En el siglo XIX
A finales del siglo XIX, Palestina formaba parte del Sultanato otomano y contaba con aproximadamente un 3-4 % de población judía, un 10-11 % de población cristiana y un 85-86 % de población musulmana –en su mayoría sunni–. Todas estas comunidades hablaban árabe y habían convivido durante más de un milenio en una Palestina caracterizada por la diversidad.

Después de vivir su apogeo entre el final de la Edad Media y el principio de la época moderna, en el siglo XIX el Sultanato entró en su etapa de decadencia final. Se independizaron numerosos territorios y el régimen sufrió la derrota en diversos enfrentamientos bélicos.
Por aquel entonces, el territorio al que nos referimos no constituía una estructura política diferenciada y se conocía como Siria meridional, Tierra Santa o, de forma cada vez más habitual, como Filistin/Falastin (Palestina), una denominación utilizada desde el siglo V a. e. c.. La Franja de Gaza, por ejemplo, no existía como tal, y no lo haría hasta la después de la Nakba –“catástrofe”– de 1948, la expulsión de casi dos tercios de la población palestina indígena, unos habitantes que se convirtieron en refugiados. Unas 200 000 personas se refugiaron en la Franja.
En la Palestina de finales del siglo XIX, prácticamente la totalidad de sus habitantes eran árabes (según el criterio identitario lingüístico-cultural) y tenían una adscripción religiosa heterogénea. Eran básicamente rurales, tenían un estilo de vida tradicionalmente bastante autónomo respecto al poder estatal y estaban organizados en torno a la familia y el clan (hamula).
Un jeque (sheikh), que solía ser el líder del hamula más fuerte, representaba a su clan y a otros cercanos ante instancias superiores. Aplicaba las medidas políticas que venían desde arriba y tenía la atribución para recaudar impuestos, pero también era esencial su labor para dirimir disputas y reconciliar a las familias.
De lo rural a la urbe
Las leyes de propiedad del suelo establecidas durante el siglo XIX alteraron ciertos regímenes de propiedad y explotación de la tierra, formalizando títulos individuales de propiedad legal o estableciendo numerosos latifundios. Aparecieron las primeras bolsas de trabajo asalariado en el sector agrícola y la propiedad privada empezó a convertirse en un privilegio.

Numerosos campesinos (fellahin) y pequeños comerciantes urbanos tuvieron que vender sus derechos de propiedad a terratenientes o a familias pudientes de las ciudades. Muchas de estas descubrieron que gracias a la especulación podrían obtener beneficios cómodamente, algo de lo que se aprovecharían posteriormente los compradores sionistas.
De todos modos, durante la segunda mitad del siglo XIX la vida comunal continuó teniendo una importancia fundamental en la población palestina. En este contexto, a pesar de intentar ser proscrito, el sistema musha de rotación voluntaria de cultivos colectivos pervivió, haciendo que toda la comunidad se beneficiase de las tierras más fértiles cuando llegaba su turno y fortaleciendo el sentimiento de colectividad.
Con el mandato británico posterior a la Primera Guerra Mundial, este método comunitario agrícola sería definitivamente abolido.
La internacionalización palestina
En estas y otras tierras de propiedad diversa se cultivaba sobre todo el olivo, cereales, árboles frutales y el algodón en la zona septentrional. Palestina estaba inserta en los circuitos comerciales transnacionales y tenía una notable interacción económica con el extranjero. A lo largo del siglo XIX, aumentó la exportación de productos como cereales, sésamo, aceite de oliva, tabaco y algodón. Pero fue especialmente el comercio de naranjas de la zona de Jaffa el que más se expandió.
También había otros centros industriales y económicos significativos: la manufactura de madera de olivo en Belén, la industria textil en Gaza y de vidrio en Hebrón, el núcleo ferroviario, industrial y portuario de Haifa o todo lo relacionado con el mundo de la cultura, la comunicación y la exportación de cítricos en Jaffa.
En las últimas décadas del siglo XIX, las exportaciones e importaciones crecieron exponencialmente y Palestina se fue constituyendo como un lugar de acceso a los mercados del Levante mediterráneo.
De esta manera, la zona no era únicamente sinónimo de Tierra Santa. Para que la interacción económica pudiese desarrollarse, fueron básicas las nuevas redes de comunicación: las carreteras y ferrocarriles unieron las ciudades más importantes de la zona con los territorios colindantes y con Europa. Anteriormente ya se habían establecido rutas navales regulares entre sus puertos y el Viejo Continente.

También comenzaron a llegar viajes organizados desde Marsella o Trieste, iniciando sus actividades agencias de viajes como Cook & Hijos, que transportaban turistas y peregrinos a Palestina. Del mismo modo, varias compañías internacionales cubrían el servicio postal.
La educación palestina
Las reformas otomanas decimonónicas reestructuraron el sistema escolar público siguiendo el modelo francés. Sin embargo, aunque se consiguió aumentar la escolarización elemental, su impacto quedó limitado por el hecho de que la lengua docente fuese el turco. En los últimos años del Imperio otomano, en torno al 34 % de los niños y el 12 % de las niñas en edad escolar estaban matriculados en centros de enseñanza primaria.
Para ir al instituto los jóvenes debían desplazarse a Damasco, mientras que para acceder a la universidad debían acudir a Estambul. Las distancias y las limitaciones en el acceso restringieron enormemente las posibilidades de recibir educación superior.
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La movilidad social se vio, no obstante, afectada. Algunos miembros de las elites locales llegaron a la burocracia imperial y emergió una pequeña clase media urbana en contacto con las elites tradicionales.
Además, el estudio en las mismas escuelas por parte de cristianos, judíos y musulmanes pudo contribuir a que compartiesen perspectivas comunes sobre el mundo que les rodeaba.
Tolerancia religiosa
El territorio se caracterizaba por la pluralidad y la tolerancia en la esfera religiosa. No había problemas de acceso a los Santos Lugares de las tres religiones monoteístas. Sólo la llegada del colonialismo de asentamiento sionista empezó a alterar esta situación.

Entre 1850 y 1880, alrededor de medio millón de personas vivían en Palestina, un territorio de unos 27 000 kilómetros cuadrados. Como destacamos al inicio, convivían la mayoría musulmana con las minorías cristiana y judías. El sistema otomano otorgaba un considerable grado de autonomía a las religiones que no eran la oficial islámica: les concedía reconocimiento estatal, representación y potestad para dirimir sobre asuntos relacionados con el culto, la justicia religiosa, la educación o el estatus individual.
En Palestina estaban arraigadas interpretaciones populares de las tres religiones mayoritarias. Como en muchos otros lugares del Mediterráneo, no era infrecuente la creencia en malos espíritus (jinn, en árabe) o en el mal de ojo, del que los árabes-palestinos, independientemente de su religión, se solían proteger con la figura de la conocida como mano de Fátima o de Miriam.
Por otro lado, la relación entre las autoridades religiosas y los creyentes era frecuentemente bidireccional. La población interactuaba con los representantes religiosos e incluso dialogaba con ellos sobre las interpretaciones de los textos sagrados.
Litigios e igualdad social
En los ámbitos rurales, a pesar de estar subordinadas a un régimen patriarcal y al modelo de domesticidad, gran parte de las mujeres palestinas participaban en las tareas agrícolas, educativas y en decisiones que concernían a sus vidas. Conformaban un sujeto diverso, cambiante y con capacidad de agencia que desmitificaba la imagen de mujer pasiva y sumisa del “Tercer Mundo” –y sobre todo musulmana– que aún hoy predomina en numerosas perspectivas orientalistas, racistas y patriarcales del Norte Global.

Como ejemplo de la variabilidad y la diversidad, puede decirse que, generalmente, en los pueblos y en los barrios populares de las ciudades, las mujeres musulmanas no llevaron velo hasta que estos lugares empezaron a ser visitados recurrentemente por extranjeros o hasta que los colonos sionistas europeos empezaron a ser numerosos. En las clases pudientes el fenómeno llegó a ser el opuesto; aunque el velo era la norma, conforme se acercaba el final del siglo XIX las excepciones comenzaron a ser cada vez más habituales.
En la Palestina urbana, las estructuras patriarcales podían llegar a ser más livianas, sobre todo en las familias de notables. La vida cotidiana de la mayoría de las mujeres dependía más de la clase social o del ámbito en el que vivían que de si pertenecían a una religión o a otra. En algunos aspectos, las fronteras entre las personas eran más bien difusas en Palestina.
Es decir, hasta la llegada del colonialismo de asentamiento sionista y el desarrollo de su movimiento político nacional-colonial, no existía ningún enfrentamiento intercomunitario entre los distintos grupos de Palestina. Fuese cual fuese su religión, todas las personas compartían la tierra, se comunicaban en árabe y interactuaban de manera diversa con un mundo cada vez más acelerado y cambiante por la llegada de la época industrial.
De hecho, el territorio no solo no vivió la oleada judeófoba que estuvo presente en distintos ámbitos europeos en el mismo periodo ni se sucedieron episodios violentos como los pogromos del Este de Europa o del sur de la Rusia zarista, sino que las diversas comunidades que residían en Palestina cooperaron en varias esferas socio-económicas.
Por tanto, es necesario recordar que no estamos ante un “conflicto” religioso ni milenario, sino contemporáneo y colonial. En medio del horror del genocidio actual, también cabe conocer el pasado anterior a la llegada sionista y cómo durante siglos la convivencia intercomunitaria marcó la vida en Palestina. El futuro sólo puede pasar por el fin del genocidio y del colonialismo y por el que todas las personas, sean judías, cristianas, musulmanas o ateas, tengan los mismos derechos.
Jorge Ramos Tolosa, Profesor e investigador de Historia Moderna y Contemporánea, Universitat de València
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.