Ya había grandes pintoras en la Grecia clásica

La pintora que más interesó a Plinio fue Iaia. Le fascinaron su virginidad y su preferencia por trabajar con modelos femeninas.

CulturaEl domingo Marta Carrasco Ferrer
Pintura de Joseph Wright of Derby del siglo XVIII en la que se retrata a la ‘joven corintia’. National Gallery of Art
Marta Carrasco Ferrer, Universidad Camilo José Cela

Al abordar el problema de las mujeres artistas a lo largo de la historia, hasta ahora ha predominado un planteamiento muy pobre: el de comenzar a hablar por la Edad Media. Así, se ha dicho que la primera mujer artista de Europa fue la “pintora y servidora de dios” Ende, que firmó hacia el año 970, junto al pintor Emeterio, las miniaturas del Beato de Liébana conservado en la catedral de Gerona. Marcarían los pasos siguientes otras monjas del medievo, y se llegaría así a la Italia renacentista.

Giorgio Vasari, en el siglo XVI, dedicó dos apartados, en su estudio sobre las vidas de artistas ilustres, a las mujeres más creadoras que conocía: da datos acerca de una interesante escultora y grabadora, Propercia de Rossi, y, sobre todo, de una brillante pintora, Sofonisba Anguissola, la gran retratista de Felipe II. A partir de ese punto, se trazaría hasta hoy la vía de la pintura en manos de mujeres.

Sin embargo, hace unos años me planteé, junto con mi colega Miguel Ángel Elvira, una duda: ¿es que no hubo pintoras en la Antigüedad? Estudiamos el problema y, con el tiempo, llegamos a publicar un breve libro titulado Mujeres artistas de la Antigua Grecia.

Un párrafo en la historia

Ya los tratadistas griegos y romanos que escribieron sobre arte advirtieron la existencia de pintoras: Plinio, en concreto, se anticipó en siglos a Vasari y las reunió en un párrafo en su Historia natural.

“También han pintado las mujeres: Timarete, hija de Micón, (representó) una Diana, que se encuentra en una tabla de Éfeso realizada en un estilo muy antiguo; Irene, hija y discípula del pintor Cratino, a una jovencita, que se encuentra en Eleusis; Calipso, a un anciano, al prestidigitador Teodoro y al bailarín Alcisthenes; Aristarete, hija y discípula de Nearco, un Esculapio.

Laia de Cízico, (que permaneció) siempre virgen, estuvo en Roma cuando M. Varrón era joven y pintó, tanto con pincel como con paleta sobre marfil, retratos, en particular de mujeres; en Nápoles (realizó, o se encuentran) una anciana en una tabla grande, y su autorretrato junto a un espejo. Nadie tuvo una mano tan rápida al pintar, y, sin embargo, su valor artístico fue tanto, que su cotización superó en mucho las de Sópolis y Dionisio, los pintores retratistas más célebres de su época, cuyos cuadros llenan pinacotecas. También fue pintora una tal Olimpias, de la que sólo se recuerda que tuvo como discípulo a Autóbulo”.

Sin embargo, no nos parece suficiente su punto de vista, que se limita al período helenístico. Cabe comenzar el repaso de las creadoras en el campo de la mitología que, aunque no son, como tal, “reales”, sí que sirven de referente.

Los orígenes mitológicos

Allá en el Olimpo, en época inmemorial, los dioses Atenea y Hefesto se repartieron el dominio de las artes. El segundo, amparándose en la fuerza de sus músculos, se quedó con la escultura y el trabajo del metal. La primera, más inteligente, señora de los palacios micénicos, se reservó las labores minuciosas y creativas que realizaban las damas y esclavas en sus habitaciones: suyos serían el tejido, el bordado, las tallas de marfil y la pintura que cubría las paredes.

Pasado el tiempo, la poesía épica ahondaría en una división tan sugestiva, firmemente afincada, por otra parte, en una mentalidad patriarcal. Surgieron así leyendas como la de la desgraciada Filomela, que bordó en un tapiz los crímenes de Tereo, el infame monarca que la había violado y le había arrancado la lengua para que no pudiese acusarle ante su hermana Procne.

Por entonces se desarrolló también la imagen de las grandiosas tejedoras “homéricas”: Helena, que se entretenía en Troya, mientras Paris se enfrentaba a los héroes griegos, bordando precisamente esos combates; y, sobre todo, Penélope, dechado de fidelidad conyugal, que se pasó meses y meses bordando un paño –que destejía cada noche– para evitar tener que escoger un nuevo esposo durante la infinita ausencia de su marido Ulises.

En los siglos siguientes, las mujeres continuaron entregadas a sus bordados, y crearon algunos tan aparatosos como los “peplos de Atenea”, túnicas realizadas por equipos enteros de jovencitas en una sala del Partenón. Su tarea era respetada por todos, y dio lugar a una leyenda tardía, la de Aracne, en la que una tejedora se creyó capaz de ser mejor que la propia Atenea. Fue derrotada –¿cómo podía una mortal compararse a una diosa?–, pero su acción se convertiría, con el paso de los siglos, en la proclama y el timbre de honor de los artistas: el propio Velázquez representaría esta historia en Las hilanderas.

Pintura que representa a unas hilanderas con un cuadro de fondo.
Las hilanderas o la fábula de Aracne, de Velázquez. Museo Nacional del Prado

Las “verdaderas” pintoras

La última parte de nuestro estudio deja de lado los tejidos y se adentra ya en la pintura sobre tabla, la “verdadera” para los tratadistas antiguos, porque de ella hay referencias literarias indiscutibles. Partimos del momento en que ciertas mujeres empezaron a sentirse capaces de salir de sus telares domésticos para entrar en los talleres de sus padres y trabajar junto a ellos.

La primera artista que de la que tenemos noticia es, en realidad, una autora anónima del siglo VII a. e. c. Conocida como “la joven corintia”, inventó el género del retrato: sencillamente, dibujó el perfil de su amado para mantener su recuerdo. Más de un siglo después, descubrimos, en la pintura de un vaso, a una mujer pintora en un taller de vasijas.

Sin embargo, estas son aún figuras muy aisladas: la verdadera historia de las mujeres pintoras griegas –entre las que están las recordadas por Plinio– se localiza tras el reinado de Alejandro. Entonces vivieron Helena la egipcia, Timarete, Irene de Atenas, Anaxandra, Aristarete, entre otras, que se formaron con sus padres, todos ellos pintores conocidos. Mediante estudios minuciosos, hemos intentado integrarlas en su contexto, aunque –confesémoslo– a la mayoría no hemos logrado atribuirles obras concretas, ni siquiera a través de copias.

Ilustración de una mujer pintando sentada en un pupitre.
Iluminación en De mulieribus claris de Bocaccio en la que se representa a Laia de Cícico. Biblioteca Nacional de Francia

Sí que podemos imaginar la maestría de la gran Iaia de Cícico, brillante artista del siglo I a. e. c. En su época se fecha un retrato de mujer en mosaico, conservado en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, que se puede considerar el punto de partida iconográfico o compositivo de los “retratos de El Fayum”, que nos han llegado a centenares en el valle del Nilo.

Y más fácil nos ha resultado acercarnos a sus figuras, y a las de otras pintoras de su época, a través de pinturas halladas en Pompeya, Herculano o el lejano Egipto. Varios de los frescos descubiertos en las ciudades del Vesubio muestran la actividad de mujeres artistas en sus talleres.

La pintora que más interesó a Plinio fue Iaia. Le fascinaron su virginidad y su preferencia por trabajar con modelos femeninas. En opinión del autor, si ella permaneció siempre doncella no fue por razones religiosas, sino “por la sola integridad de su mente”. Fue “la fuerza de su pudor” la que la alejó de modelos masculinos.

Podemos sonreír ante tal ingenuidad, pero no olvidemos que este criterio sirvió de base teórica, durante la Edad Moderna, para apartar a las artistas de los temas heroicos y mitológicos, tan pródigos en anatomías.


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Marta Carrasco Ferrer, Profesora Titular de Hª del Arte y Humanidades, Universidad Camilo José Cela

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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