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Pedro Shimose nació el 30 de marzo de 1940 en Riberalta, ciudad tropical del Beni boliviano, en la vasta región amazónica que tantas veces ha sido ignorada por el relato oficial del país. Su madre, Laida Kawamura, era boliviana; su padre, Ginkichi Shimose, un inmigrante japonés. Desde su nacimiento, Pedro encarnó una mezcla de mundos: el trópico y el exilio, lo indígena y lo foráneo, lo oral y lo culto. Esa conjunción de fronteras simbólicas y reales definiría no solo su identidad personal, sino también su estética, su sensibilidad y su compromiso.
Su infancia transcurrió entre los colores intensos de la selva, la humedad de los ríos y el rumor constante de un país que no terminaba de construirse. Riberalta era entonces una ciudad intermedia, de caucheros y comerciantes, de migrantes y mestizos. Pedro se formó en la escuela fiscal Nicolás Suárez y más tarde en el colegio Pedro Kramer. Desde temprano se destacó por su inteligencia verbal y su curiosidad insaciable, que lo llevó a leer a los grandes autores del Siglo de Oro, pero también a empaparse de la cultura oral de su entorno.
Trasladado a La Paz para continuar su formación universitaria, ingresó a la Universidad Mayor de San Andrés, donde estudió Derecho, Filosofía y Letras. Allí no solo consolidó su vocación literaria, sino que comenzó a involucrarse en el debate político e ideológico de la Bolivia del momento: un país en constante crisis institucional, marcado por dictaduras, revoluciones, exilios y esperanzas rotas. En ese contexto, Shimose descubrió que la poesía no era un refugio, sino un arma, una trinchera desde la que podía nombrar las injusticias y soñar futuros posibles.
Su primer libro, Triludio en el exilio (1961), lo publicó con apenas 21 años. Ya desde ese debut se percibía una voz madura, preocupada por el destino de su pueblo, pero también por la condición humana en un sentido existencial. Luego vinieron Sardonia (1967) y Poemas para un pueblo (1968), obras que lo consagraron como uno de los poetas más comprometidos de su generación. Pero fue con Quiero escribir, pero me sale espuma (1972) que alcanzó su máxima proyección: un libro feroz, hiriente, bello y profundamente político, que le valió el Premio Casa de las Américas.
Shimose no escribía para gustar, ni para embellecer el dolor. Su poesía era, y es, una interpelación directa al poder, a la historia, a la conciencia. En ella resuenan las voces de los campesinos, los obreros, los perseguidos. Su lenguaje combina lo culto y lo popular, lo irónico y lo trágico, la rabia y el canto. Pedro no teme al panfleto cuando el panfleto es necesario, pero tampoco renuncia al lirismo cuando la belleza se vuelve una forma de resistencia.
En 1971, Shimose se trasladó a Madrid, donde reside hasta hoy. Allí trabajó como profesor en la Universidad Complutense, como periodista, y como promotor cultural. Su exilio, sin embargo, no fue una fuga: fue una forma de mirar Bolivia desde lejos para entenderla mejor. Desde España escribió algunos de sus textos más agudos sobre la identidad nacional, la memoria histórica y la relación entre América Latina y Europa.
Pero Shimose no es sólo poeta. Ha escrito cuentos (El Coco se llama Drilo, 1976), ensayo, crónica y antologías. Su Diccionario de autores iberoamericanos (1982) es una obra monumental que revela su erudición y su afán por tender puentes entre las literaturas del continente. Ha dirigido revistas, colecciones literarias y suplementos culturales, siempre con el objetivo de democratizar el acceso a la palabra.
Su obra ha sido traducida a múltiples idiomas y ha recibido premios como el Premio Nacional de Cultura de Bolivia (1999) y la Orden del Sol Naciente del gobierno del Japón (2020), en reconocimiento a su aporte a la cultura global y a su rol como embajador poético entre Oriente y Occidente.
Leer a Pedro Shimose es leer Bolivia desde sus contradicciones: es entrar en un territorio donde el amor a la patria no es ciego, sino crítico; donde la poesía no es un ornamento, sino un testimonio; donde el idioma se tensa hasta volverse un cuchillo o un abrazo. Su legado no solo está en sus libros, sino también en la conciencia de generaciones de lectores que, gracias a él, entendieron que escribir también es una forma de luchar.
A sus más de ochenta años, Shimose sigue escribiendo, publicando y participando en la vida cultural de Iberoamérica. Su figura es hoy, más que nunca, un referente ético y estético, una prueba viviente de que la poesía puede durar más que los gobiernos y que la palabra, cuando nace del pueblo, se convierte en historia.
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