El día que el tiempo se volvió profundo: 166 años de la revolución darwiniana

Había niebla en Londres aquella mañana de jueves, pero John Murray III, el editor, estaba eufórico. Los 1,250 ejemplares de "On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life" se habían agotado el mismo día de su publicación.

EfeméridesHoyRedacciónRedacción

Ni él ni Charles Darwin, que ese día estaba tomando baños termales en Ilkley para sus eternos males gástricos, podían imaginar que acababan de detonar la revolución intelectual más profunda desde que Copérnico sacó a la Tierra del centro del universo.

Pero llamémoslo por lo que realmente fue: el 24 de noviembre de 1859, un naturalista victoriano enfermizo y atormentado por las dudas le dijo a la humanidad que no era el objetivo de la creación, sino un accidente magnífico en un universo sin propósito. Y lo demostró.

El hombre que no quería publicar

Empecemos por destruir el mito del Darwin heroico que desafió valientemente el orden establecido. La realidad es más fascinante y más humana: Darwin llevaba veinte años sentado sobre su teoría como una gallina sobre un huevo de dinamita. Desde 1839, cuando garabateó en su cuaderno "pienso" junto al primer esbozo del árbol de la vida, sabía exactamente lo que había descubierto. Y le aterraba.

En 1844 le escribió a su amigo Joseph Hooker: "Confesar que las especies no son inmutables es como confesar un asesinato." No era hipérbole victoriana. Darwin, que había estudiado para ser clérigo, que estaba casado con Emma Wedgwood, devota cristiana, que vivía en una sociedad donde la Iglesia anglicana controlaba las universidades y dictaba la respetabilidad social, sabía que su teoría era un ácido que disolvería los fundamentos de su mundo.

Por eso esperó. Y enfermó. Los vómitos, las palpitaciones, los eczemas que lo torturaron durante décadas probablemente tenían tanto de psicosomático como de orgánico. Su cuerpo manifestaba el conflicto que su mente no podía resolver: había descubierto una verdad que destruiría las consolaciones en las que su sociedad —y él mismo— se sostenían.

La carta que cambió todo

El 18 de junio de 1858, Darwin recibió un paquete desde el archipiélago malayo. Era un manuscrito de Alfred Russel Wallace, un naturalista que se ganaba la vida vendiendo especímenes exóticos a coleccionistas europeos. En veinte páginas, Wallace describía una teoría de la evolución por selección natural prácticamente idéntica a la que Darwin llevaba dos décadas desarrollando en secreto.

Darwin entró en pánico. "Toda mi originalidad será destruida", le escribió a Charles Lyell ese mismo día. Pero aquí está lo fascinante: su primera reacción no fue correr a publicar sino pensar en renunciar a todo crédito. "Preferiría quemar mi libro entero antes que parecer que he actuado con espíritu mezquino", escribió.

Fueron Lyell y Hooker quienes orquestaron la solución salomónica: una presentación conjunta en la Linnean Society el 1 de julio de 1858. Ni Darwin ni Wallace estuvieron presentes. Darwin enterraba a su hijo Charles Waring, muerto de escarlatina a los 18 meses. Wallace seguía cazando mariposas en Nueva Guinea, sin saber que era coautor de una revolución.

La presentación pasó casi inadvertida. El presidente de la Linnean Society comentaría al final de ese año que 1858 "no había estado marcado por ningún descubrimiento revolucionario."

Qué equivocado estaba.

El libro que Darwin escribió a regañadientes

"El origen de las especies" no es el libro que Darwin quería escribir. Es un "abstract", un resumen apresurado del tratado monumental que llevaba años preparando. Presionado por la posibilidad de que Wallace publicara primero, Darwin condensó décadas de investigación en trece meses de escritura frenética.

Y sin embargo, quizás esa prisa fue una bendición. El libro que resultó es una obra maestra de persuasión acumulativa, donde cada capítulo construye sobre el anterior como estratos geológicos de evidencia. Darwin, consciente de la resistencia que encontraría, adoptó una estrategia retórica genial: abrumar con ejemplos antes de teorizar.

Palomas. Las primeras treinta páginas están dedicadas a las palomas domésticas. Darwin había criado palomas durante años, había disecado sus esqueletos, había medido sus huesos, había rastreado sus genealogías. Conocía personalmente a todos los colombófilos importantes de Inglaterra. ¿Por qué empezar con palomas? Porque cada gentleman inglés entendía la cría selectiva. Si podías convertir una paloma bravía en una buchona o una colipava en pocas generaciones, ¿por qué la naturaleza no podría hacer lo mismo en millones de años?

Es brillante y es tramposo. Darwin sabía que la selección artificial no es lo mismo que la selección natural, pero necesitaba un puente conceptual que su audiencia pudiera cruzar. Las palomas eran ese puente.

Los veinte años de evidencia secreta

Lo que el público no sabía es que Darwin llevaba dos décadas acumulando evidencia con la paciencia de un detective obsesivo. Sus cuadernos, ahora digitalizados, revelan la magnitud de su investigación:

1838-1841: Estudio de los percebes (Cirripedia). Ocho años disecando crustáceos microscópicos. Su hijo George preguntó una vez: "¿Dónde guardan los percebes los otros papás?" Pensaba que todos los padres tenían percebes. Darwin descubrió que algunos percebes tenían machos tan degenerados que eran básicamente sacos de esperma parásitos. La naturaleza no era noble.
1842-1844: Experimentos de dispersión de semillas. Darwin sumergía semillas en agua salada durante meses para ver si sobrevivían. Alimentaba peces con semillas y esperaba a que defecaran para probar si germinaban. Le pidió a sus hijos que le trajeran barro de los zapatos para ver qué crecía. Estaba respondiendo a la pregunta: ¿cómo llegaron las plantas a las islas oceánicas?
1846-1854: La red de correspondencia. Darwin mantenía correspondencia con más de 2,000 personas: criadores de perros en Alemania, misioneros en Tierra del Fuego, administradores coloniales en la India. Les hacía preguntas aparentemente absurdas: ¿De qué color son los caballos salvajes? ¿Los gatos sin cola tienen camadas más pequeñas? ¿Las abejas de Australia construyen celdas hexagonales?
1855-1858: Los experimentos del jardín. En Down House, Darwin convirtió su jardín en un laboratorio. Probaba si las plantas alpinas podían sobrevivir en tierras bajas, si las semillas germinaban después de pasar por el sistema digestivo de los búhos, si las hormigas esclavistas podían aprender nuevas rutas. Emma, su esposa, escribió: "Charles está contando otra vez las semillas. Los niños apuestan sobre cuántas germinarán."

La primera edición: lo que realmente decía (y lo que no)

El libro que salió a la venta aquel 24 de noviembre es significativamente diferente de las ediciones posteriores. Darwin fue añadiendo concesiones y matices en cada edición (hubo seis en vida del autor) hasta hacer el texto casi irreconocible. La primera edición es la más audaz, la más clara, la menos comprometida.

Por ejemplo, la palabra "evolución" no aparece ni una sola vez en la primera edición. Darwin usa "descendencia con modificación". Evolution, en 1859, significaba desarrollo embriológico. Darwin no quería confusiones.

Más importante: Dios aparece solo una vez, en la última frase: "Hay grandeza en esta visión de la vida, con sus diversos poderes, habiendo sido originalmente soplada en unas pocas formas o en una sola..." Ese "soplada" (breathed) es la única concesión al Creador. En la segunda edición, presionado, Darwin añadiría "por el Creador" después de "soplada". Se arrepentiría el resto de su vida.

Y sobre el hombre, silencio casi total. Solo una frase críptica cerca del final: "Se arrojará luz sobre el origen del hombre y su historia." Doce palabras que todos entendieron perfectamente. Darwin no necesitaba decir más. Si los animales evolucionaban, si compartíamos ancestros con los primates (algo que la anatomía comparada ya sugería), entonces...

La recepción: no fue como nos lo contaron

Contrario al mito popular, "El origen" no causó un escándalo inmediato. Las reseñas iniciales fueron mixtas pero civilizadas. El Times lo llamó "un libro que marca época". El Saturday Review dijo que era "el libro del año, si no de la década."

El famoso debate entre Thomas Huxley y el obispo Samuel Wilberforce en Oxford (30 de junio de 1860) donde supuestamente Wilberforce preguntó si Huxley descendía del mono por parte de padre o de madre, y Huxley respondió que prefería descender de un simio que de un obispo que prostituía su inteligencia... probablemente nunca ocurrió así. Los relatos contemporáneos son contradictorios. La leyenda se construyó décadas después.

Lo que sí sabemos es la reacción de los científicos serios:

Charles Lyell, el geólogo más respetado de Inglaterra y mentor de Darwin: aceptó la evolución pero nunca la selección natural completa. No podía aceptar que la mente humana fuera producto del azar.
Richard Owen, el anatomista más importante del Imperio Británico: escribió una reseña anónima devastadora en el Edinburgh Review. Pero sus propios trabajos sobre homologías (el brazo humano, el ala del murciélago y la aleta de la ballena tienen la misma estructura ósea) eran evidencia perfecta para la evolución.
Asa Gray, el botánico de Harvard: intentó reconciliar la evolución con el cristianismo argumentando que la variación podría estar dirigida por Dios. Darwin le agradeció pero rechazó la idea: si Dios dirigía la variación, también era responsable del ichneumón que pone sus huevos en orugas vivas.
Los aliados inesperados
Karl Marx leyó "El origen" en 1860 y quiso dedicarle "Das Kapital" a Darwin. Darwin declinó cortésmente. Marx vio en la selección natural la base científica para la lucha de clases. Darwin, que era un Whig liberal que vivía de rentas heredadas, se hubiera horrorizado.

Los industriales victorianos abrazaron el darwinismo (o su versión distorsionada) con entusiasmo. Andrew Carnegie escribió que la competencia despiadada era "la ley natural". John D. Rockefeller predicaba que los grandes negocios eran "la supervivencia del más apto." Herbert Spencer acuñó la frase (no Darwin) y construyó toda una filosofía social que justificaba el laissez-faire extremo.

Darwin observaba estas apropiaciones con creciente disgusto. En 1879 escribió: "Podría argumentarse que un hombre como un babuino podría existir en sociedad sin ningún sentido moral, pero esto es imposible para el hombre tal como lo conocemos." Pero el genio ya había salido de la botella.

Las mujeres que Darwin ignoró (y no debió)

Mary Anning, que descubrió los primeros fósiles de ictiosaurio y plesiosaurio, no es mencionada en "El origen" a pesar de que sus hallazgos eran evidencia crucial para la extinción y el cambio a través del tiempo. Era mujer, de clase trabajadora, y vendía fósiles para vivir. No contaba.

Mary Lyell, esposa de Charles Lyell, que tradujo papers del alemán para Darwin, que organizó su correspondencia, que copió manuscritos. Invisible en los agradecimientos.

Harriet Martineau, la filósofa y socióloga, comprendió las implicaciones del darwinismo antes que la mayoría. Escribió en 1859: "El libro del Sr. Darwin significa que debemos repensar todo: moral, política, religión, todo." Tenía razón. Nadie la escuchó.

Los errores de Darwin que resultaron no serlo

Darwin no conocía los mecanismos de la herencia. Creía en la pangénesis: que cada parte del cuerpo producía "gémulas" que se mezclaban en la reproducción. Era completamente erróneo. Mendel publicó sus leyes en 1866, pero Darwin nunca las leyó (aunque tenía la revista en su biblioteca, sin cortar las páginas).

Lord Kelvin "demostró" matemáticamente que la Tierra no podía tener más de 100 millones de años, insuficiente para la evolución darwiniana. Darwin no podía refutarlo y casi abandona la selección natural. No sabía que la radioactividad (descubierta después de su muerte) mantiene caliente el núcleo terrestre. La Tierra tiene 4,500 millones de años. Darwin tenía razón sin saber por qué.

La crítica de Fleeming Jenkin sobre la "mezcla de herencia" casi destruye la teoría. Si la herencia era como mezclar pinturas, las novedades favorables se diluirían hasta desaparecer. Darwin no tenía respuesta. La genética mendeliana, con su herencia particulada, resolvería el problema... después de su muerte.

El Darwin que no queremos recordar

En "The Descent of Man" (1871), Darwin escribió cosas que hoy nos resultan repugnantes sobre las "razas salvajes" y su inevitable extinción por las "razas civilizadas." Era hijo de su tiempo, pero eso no lo excusa. Su teoría fue usada para justificar el imperialismo, la eugenesia, el racismo científico.

Pero también escribió: "La simpatía que sentimos por los desvalidos es parte de nuestro instinto social... ni podríamos reprimir nuestra simpatía, incluso urgidos por una razón fría, sin deterioro de la parte más noble de nuestra naturaleza."

Darwin contenía multitudes, como todos nosotros.

El impacto real: más allá de la biología

El verdadero impacto del 24 de noviembre de 1859 no fue en la biología (donde la evolución ya se sospechaba) sino en la concepción del tiempo y el propósito.

Antes de Darwin, el tiempo era superficial. 6,000 años desde la Creación según el obispo Ussher (23 de octubre de 4004 a.C., a las 9 de la mañana, para ser precisos). Incluso los geólogos que aceptaban millones de años veían ese tiempo como cíclico, catastrófico, dirigido.

Darwin hizo el tiempo profundo y sin dirección. No hay progreso inevitable, no hay escalera del ser, no hay gran cadena. Solo cambio, adaptación local, extinción. El 99.9% de todas las especies que han existido están extintas. No fueron menos "aptas". Las circunstancias cambiaron.

Esto es lo que realmente aterra del darwinismo: no que vengamos del mono, sino que no vamos hacia ningún lado en particular.

Las ironías de la selección natural

La selección natural, el mecanismo que Darwin propuso, es de una simplicidad brutal:

Los organismos producen más descendencia de la que puede sobrevivir
Hay variación heritable entre individuos
Algunos individuos están mejor adaptados al ambiente actual
Estos individuos dejan más descendencia
La población cambia
Es todo. No hay plan, no hay meta, no hay mejora objetiva. Solo adecuación local temporal. Una bacteria es tan "evolucionada" como Einstein. Un parásito intestinal es una maravilla de adaptación.

La ironía suprema: el cerebro humano, capaz de entender la selección natural, es producto de la selección natural. Un proceso sin mente creó mentes capaces de descubrir su propia ausencia de mente. Darwin entendió esto y le perturbaba profundamente. En 1881, un año antes de morir, escribió: "La mente humana es resultado de procesos naturales, ¿pero podemos confiar en las convicciones de una mente desarrollada desde la mente de animales inferiores?"

Una conclusión necesariamente inconclusa

Hoy, 24 de noviembre de 2025, celebramos 166 años desde que un libro modesto de un naturalista tímido demolió 6,000 años de certezas. Pero no celebramos destrucción sino liberación. Darwin nos liberó de la necesidad de propósito cósmico y nos dio algo más valioso: la comprensión de que somos parte de una red de vida de 3,800 millones de años de antigüedad.

No somos la corona de la creación. Somos una ramita en un arbusto frondoso, podado constantemente por la extinción, creciendo sin plan en direcciones impredecibles. Y sin embargo, somos la única ramita consciente de ser ramita. La única que puede contemplar el arbusto completo. La única que puede elegir hacia dónde crecer.

Darwin murió el 19 de abril de 1882. Sus últimas palabras registradas fueron para Emma: "No tengo miedo de morir." Por supuesto que no. Había entendido que la muerte no es el opuesto de la vida sino su motor. Sin muerte no hay selección. Sin selección no hay evolución. Sin evolución no hay maravilla.

El 24 de noviembre de 1859, Darwin no nos dio respuestas definitivas. Nos dio mejores preguntas. ¿Por qué existe la belleza si no hay nadie para apreciarla? ¿Por qué cooperamos si somos máquinas de supervivencia egoístas? ¿Cómo puede la materia sin mente crear mentes que contemplan la materia?

166 años después, seguimos preguntando. Y en ese preguntar, en esa búsqueda incesante que es ella misma producto de la evolución, reside nuestra humanidad.

Darwin nos enseñó que no somos especiales. Y en esa comprensión de nuestra no-especialidad, paradójicamente, nos volvimos únicos: los simios que saben que son simios, el polvo estelar consciente de ser polvo estelar, el universo mirándose a sí mismo y, por primera vez en 13,800 millones de años, entendiéndose.

Eso es lo que realmente celebramos cada 24 de noviembre: el día en que comenzamos a entendernos.

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