Bolivia y la tentación del espectáculo punitivo: cuando la justicia se confunde con la victoria política

La detención del expresidente Luis Arce plantea interrogantes fundamentales sobre el Estado de Derecho en un país donde la separación de poderes sigue siendo una asignatura pendiente.

EditorialAyerRedacciónRedacción

Hoy, 10 de diciembre de 2025 —paradójicamente el Día Internacional de los Derechos Humanos—, Bolivia ha presenciado el arresto de su expresidente Luis Arce Catacora en el marco de una investigación por malversación de fondos públicos vinculada al tristemente célebre caso del Fondo Indígena. A primera vista, la noticia podría interpretarse como una señal alentadora: un país latinoamericano que se atreve a procesar a sus exmandatarios, que no concede inmunidad perpetua a quienes ocuparon el poder, que aspira a demostrar que nadie está por encima de la ley.

Sin embargo, una lectura más detenida de los acontecimientos obliga a suspender el aplauso. No porque la lucha contra la corrupción sea cuestionable en sí misma —es, de hecho, un imperativo ético y democrático de primer orden—, sino porque la forma en que esta se ejecuta puede terminar socavando aquello que pretende defender: el Estado de Derecho.

 
I. El vicepresidente y el TikTok de la victoria

Apenas consumada la detención, el vicepresidente Edmand Lara —expolicía de profesión— publicó un video en TikTok que merece análisis detenido. Felicitó a los efectivos de la FELCC y proclamó con satisfacción: "Lo habíamos dicho. Luis Arce va a ser el primero en entrar preso, y estamos cumpliendo. Todos los que le han robado a esta patria van a devolver hasta el último centavo y rendir cuentas". Remató su mensaje con una frase que habría hecho palidecer a cualquier constitucionalista: "¡Qué viva la patria, por siempre la patria, y que mueran los corruptos!".

Esta declaración, más propia de un caudillo decimonónico que de un funcionario de un Estado constitucional moderno, encierra al menos tres problemas graves.

Primero, viola el principio de presunción de inocencia. El vicepresidente no dice "que se investigue a los presuntos corruptos" ni "que la justicia determine responsabilidades". Afirma categóricamente que Arce "robó a la patria" y anuncia que "devolverá hasta el último centavo", como si la condena ya estuviera dictada, como si el juicio fuera un mero trámite formal. En un Estado de Derecho, nadie es culpable hasta que un tribunal independiente así lo determine mediante sentencia firme. Las declaraciones de Lara constituyen un juicio paralelo desde la más alta investidura del Poder Ejecutivo.

Segundo, evidencia una preocupante confusión entre los poderes del Estado. Cuando el vicepresidente celebra públicamente una detención y anuncia que "estamos cumpliendo" con la promesa de encarcelar al expresidente, está revelando que el Ejecutivo considera la acción penal como un instrumento a su servicio, como parte de su agenda política. La Fiscalía y los tribunales deberían actuar con total autonomía, no como brazos ejecutores de promesas electorales.

Tercero, el tono marcial y la apelación a la muerte de los corruptos —aunque sea retórica— introduce un lenguaje de guerra civil en lo que debería ser un procedimiento técnico-jurídico. La justicia no es venganza; es, por definición, la aplicación ponderada y desapasionada del derecho. Cuando los gobernantes hablan de "muerte" para los adversarios políticos disfrazados de delincuentes, están sembrando las semillas de una polarización que, en Bolivia, ya ha costado demasiadas vidas.

Si las declaraciones del vicepresidente Lara resultaban preocupantes, las del ministro de Gobierno, Marco Oviedo, terminan de configurar un cuadro alarmante. En conferencia de prensa ofrecida la noche del miércoles, el ministro afirmó: "Hoy día, finalmente, se ha dado con el principal responsable de este millonario daño económico que se ha producido en el país, que es el exministro Arce Catacora". Precisó que el expresidente es investigado por un presunto daño que alcanza los 360 millones de bolivianos —aproximadamente 51,7 millones de dólares—, aunque añadió que si se suman "delitos conexos", las afectaciones totales podrían alcanzar los 700 millones de dólares.

Detengámonos en la frase: "se ha dado con el principal responsable". El ministro no dice "con el principal sospechoso", ni "con quien será investigado para determinar su responsabilidad", ni siquiera "con quien presuntamente habría participado en los hechos". Afirma, categóricamente, que Arce es el principal responsable. La sentencia está dictada. El juicio es un trámite.

 
II. Montesquieu en el altiplano: la eterna deuda con la separación de poderes

Hace casi tres siglos, Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu, formuló en El espíritu de las leyes un principio que sigue siendo piedra angular de todo ordenamiento democrático: "Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder frene al poder". La distribución del poder estatal en órganos separados —ejecutivo, legislativo y judicial— no responde a un capricho organizacional, sino a una necesidad vital: evitar que la concentración de facultades en una sola instancia degenere en tiranía.

La propia Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia, en su artículo 12, establece que "la organización del Estado está fundamentada en la independencia, separación, coordinación y cooperación" de los órganos Legislativo, Ejecutivo, Judicial y Electoral. El parágrafo III es todavía más enfático: "Las funciones de los órganos públicos no pueden ser reunidas en un solo órgano ni son delegables entre sí".

Sin embargo, la historia boliviana de las últimas décadas cuenta una historia diferente. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), tras su visita in loco de marzo de 2023, señaló con preocupación que "el sistema de justicia boliviano es percibido como una herramienta al servicio de intereses políticos de turno, independientemente del partido o movimiento político que se encuentre en el ejercicio del poder". Esta observación no es nueva ni exclusiva del gobierno actual o del anterior: es un patrón estructural que atraviesa las distintas administraciones.

El caso que hoy ocupa titulares no escapa a esta dinámica. Las declaraciones del vicepresidente Lara no son un desliz retórico, sino la confirmación de que, para el actual gobierno, la persecución penal de los líderes del MAS forma parte de su programa político. Cuando el poder judicial se convierte en instrumento del poder político, deja de ser poder judicial para convertirse en apéndice del ejecutivo. Y cuando eso ocurre, como advirtió Montesquieu, "no hay libertad".

 
III. Las Comisiones de la Verdad: ¿justicia o tribunal paralelo?

El gobierno del presidente Rodrigo Paz ha anunciado la conformación de al menos diez "Comisiones de la Verdad" para investigar presuntos actos de corrupción durante los gobiernos del MAS. Según declaraciones oficiales, estas comisiones estarán integradas por representantes del Poder Ejecutivo, del Parlamento, del Poder Judicial y de organizaciones de la sociedad civil.

El concepto de "comisión de la verdad" tiene una genealogía noble en el derecho internacional de los derechos humanos. Tradicionalmente, estas instancias han servido para esclarecer violaciones masivas de derechos humanos en contextos de transición democrática, como las cometidas por dictaduras militares o regímenes autoritarios. Su legitimidad descansa en varios pilares: independencia respecto del poder político, participación plural de actores sociales, mandato acotado temporalmente, y separación clara entre la función investigativa (que les es propia) y la función jurisdiccional (que corresponde exclusivamente a los tribunales).

Cuando una comisión de la verdad incorpora a agentes del Parlamento y del Ejecutivo para investigar al gobierno inmediatamente anterior, cuando se anuncia públicamente que su objetivo es "desnudar la corruptela" de una fuerza política específica, y cuando sus conclusiones se anticipan antes de que la investigación comience, estamos ante algo diferente: un mecanismo de legitimación política revestido de apariencia jurídica.

Esto no significa que los gobiernos del MAS sean inocentes de las acusaciones que enfrentan. El caso del Fondo Indígena, que originó más de 1.000 proyectos observados y un perjuicio calculado en más de 182 millones de dólares, representa uno de los mayores escándalos de corrupción en la historia boliviana. Las auditorías de la Contraloría documentaron desembolsos sin respaldo técnico, pagos a cuentas personales de dirigentes, proyectos fantasma y sobrecostos sistemáticos. Si Luis Arce tuvo responsabilidad en estos hechos como ministro de Economía, debe responder por ellos ante la justicia.

Pero esa justicia debe ser impartida por fiscales independientes y jueces imparciales, no por comisiones controladas por el gobierno de turno ni por funcionarios que anuncian en redes sociales la condena antes del juicio. La diferencia entre justicia y venganza no radica en el contenido del castigo, sino en el procedimiento que lo precede.

 
IV. La corrupción que no se nombra: los vehículos robados y la selectividad del combate anticorrupción

Si el gobierno boliviano desea genuinamente combatir la corrupción y demostrar que no se trata de una persecución selectiva contra adversarios políticos, tiene a su disposición un fenómeno masivo, documentado y escandalosamente impune: el contrabando de vehículos robados desde Chile.

Según datos del Instituto Boliviano de Estadística, entre 2013 y 2024 ingresaron al país 1.280.113 vehículos indocumentados, con un promedio de más de 120.000 unidades anuales. La Cámara Automotriz de Bolivia estima que hay aproximadamente 1,3 millones de "autos chutos" circulando en territorio boliviano. Muchos de estos vehículos fueron robados en el norte de Chile y cruzaron la frontera por más de 100 pasos clandestinos, en un negocio que involucra intercambio de drogas por automóviles, asesinatos de personas que intentan recuperar sus bienes, y complicidad documentada de efectivos policiales y militares bolivianos.

Este contrabando no es marginal ni secreto. Es un fenómeno de conocimiento público, que ha sido objeto de protestas diplomáticas de Chile, que ha generado documentales periodísticos internacionales, y que ha costado vidas humanas —como la del camionero chileno Mario Bello, baleado en Challapata en julio de 2025 cuando intentaba recuperar su camión—. La economía de Iquique, según datos de la Zona Franca, depende en buena medida de las compras bolivianas, legales e ilegales.

Sin embargo, ninguna Comisión de la Verdad se ha anunciado para investigar este fenómeno. El propio presidente Paz, durante su campaña electoral, prometió "legalizar" estos vehículos, es decir, blanquear legalmente el producto del robo y el contrabando. La lógica es transparente: los "chuteros" representan un electorado numeroso; los expresidentes del partido rival, no.

La lucha contra la corrupción es creíble cuando es universal, cuando no distingue entre amigos y enemigos, cuando no pesa más la identidad del investigado que la gravedad del delito. Cuando un gobierno persigue con fervor a sus predecesores mientras tolera o incluso promete amnistiar industrias criminales que benefician a sus bases electorales, no está combatiendo la corrupción: está administrándola selectivamente.

 
V. Bolivia y sus fantasmas: la justicia como arma política

Bolivia arrastra una historia de instrumentalización política de la justicia que no es patrimonio exclusivo de ningún partido. La CIDH ha documentado, a lo largo de distintas administraciones, patrones recurrentes de persecución judicial de opositores políticos mediante la utilización de tipos penales como "sedición" y "terrorismo".

El expresidente Evo Morales enfrentó acusaciones penales tras su salida del poder en 2019. La expresidenta de transición Jeanine Áñez fue condenada a diez años de prisión en 2022. El gobernador de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, fue detenido por terrorismo en diciembre de 2022. Y ahora Luis Arce ingresa a las celdas de la FELCC apenas un mes después de concluir su mandato.

El patrón es claro: en Bolivia, quien pierde el poder corre serio riesgo de perder también la libertad. Esto no significa que todos los procesados sean inocentes; significa que el sistema judicial ha perdido la capacidad de distinguir entre justicia y represalia, entre investigación legítima y persecución política. Cuando la alternancia en el gobierno se convierte en antesala del procesamiento penal, la democracia se degrada en un juego de suma cero donde el poder se ejerce sabiendo que perderlo equivale potencialmente a la cárcel.

Esta dinámica tiene consecuencias devastadoras. Incentiva la perpetuación en el poder a cualquier costo (pues abandonarlo es demasiado riesgoso). Radicaliza la política al convertir cada elección en una batalla existencial. Erosiona la confianza ciudadana en las instituciones judiciales. Y, paradójicamente, debilita la lucha contra la corrupción real, porque cuando todo procesamiento es sospechoso de motivación política, ninguna condena tiene legitimidad social plena.

 
VI. ¿Qué debería hacer Bolivia?

Si Bolivia aspira genuinamente a convertirse en un Estado de Derecho donde la corrupción se combata con eficacia y legitimidad, debería considerar al menos las siguientes medidas:

Primero, garantizar la independencia efectiva del Ministerio Público y del Órgano Judicial. Esto implica mecanismos de designación que no dependan exclusivamente del partido gobernante, estabilidad en los cargos, recursos presupuestarios suficientes, y protección contra presiones políticas. La Fiscalía debe actuar por mandato legal, no por instrucciones del Ejecutivo.

Segundo, establecer protocolos claros que prohíban a funcionarios del Poder Ejecutivo y del Legislativo pronunciarse sobre la culpabilidad o inocencia de personas sometidas a investigación penal. Las declaraciones del vicepresidente Lara constituyen una violación flagrante de la presunción de inocencia y deberían generar, como mínimo, una sanción política.

Tercero, rediseñar las Comisiones de la Verdad para garantizar su independencia. Si se van a crear estos mecanismos, deben estar integrados por personas de reconocida trayectoria e imparcialidad, seleccionadas mediante procesos transparentes, sin participación directa de funcionarios del gobierno investigador. Sus conclusiones deben ser recomendaciones para la Fiscalía, no veredictos anticipados.

Cuarto, demostrar seriedad en el combate a otras formas de corrupción que no tienen rédito político inmediato. El contrabando de vehículos robados es un caso paradigmático: combatirlo de manera efectiva sería una señal inequívoca de que la lucha anticorrupción no es selectiva. Mientras ese fenómeno permanezca intocado o, peor aún, se prometa legalizarlo, toda persecución de expresidentes quedará bajo sospecha.

Quinto, aceptar el escrutinio internacional con transparencia. La CIDH y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos han monitoreado la situación boliviana con preocupación. Sus recomendaciones no son injerencias: son aportes de instancias especializadas que pueden contribuir a fortalecer el Estado de Derecho.

 
VII. La máscara y el rostro

La detención de Luis Arce puede ser el inicio de un proceso judicial legítimo contra un funcionario que efectivamente incurrió en actos de corrupción. O puede ser un nuevo capítulo en la larga historia latinoamericana de uso político de la justicia, donde el derecho penal se convierte en extensión de la política por otros medios.

Lo que determinará cuál de estas posibilidades se materializa no es el contenido de las acusaciones, sino la forma en que se desarrolle el proceso. Si Arce es juzgado por tribunales independientes, con pleno respeto a sus garantías procesales, con acceso efectivo a la defensa, y si la sentencia —cualquiera que sea— se funda en pruebas y argumentos jurídicos y no en consignas políticas, Bolivia habrá dado un paso hacia la consolidación del Estado de Derecho.

Pero si el proceso se desarrolla bajo la sombra de las declaraciones del vicepresidente Lara, si las Comisiones de la Verdad actúan como tribunales paralelos, si la Fiscalía opera como brazo ejecutor del gobierno, y si mientras tanto el contrabando de vehículos robados sigue floreciendo con impunidad, entonces la "lucha contra la corrupción" no será más que una máscara: un espectáculo punitivo diseñado para consumo político, que no combate la corrupción sino que la administra selectivamente según conveniencias electorales.

Montesquieu nos enseñó que la libertad política consiste en la seguridad de no ser arbitrariamente privado de nuestros derechos. Esa seguridad no existe cuando el poder se concentra, cuando los jueces responden al gobernante, cuando la persecución penal se anuncia en TikTok antes de que los tribunales se pronuncien. Bolivia tiene ante sí una elección que definirá su futuro institucional: puede optar por la justicia auténtica, que es silenciosa, técnica, imparcial y universal; o puede conformarse con el espectáculo punitivo, que es ruidoso, político, selectivo y efímero.

Lo que no puede hacer es pretender que lo segundo es lo primero. La máscara nunca reemplaza al rostro; solo lo oculta temporalmente, mientras la corrupción que importa sigue su curso sin que nadie la moleste.

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