Donald Trump y la diplomacia sin hipocresía: una copa de champán en Washington

La diplomacia no siempre se trata de discursos elegantes o de mantener las formas, sino de entender con quién se está tratando y cómo lograr resultados. Donald Trump, con su estilo irreverente, ha demostrado que muchas veces la franqueza vale más que la hipocresía. Mientras Europa y América Latina han pasado años viéndolo como una amenaza, quizás sea momento de mirarlo con otros ojos: como un líder con el que se puede negociar, siempre que se comprenda su lógica y se actúe con inteligencia.

Donald Trump- - Foto: Archivo. Michael Vadon.

Confieso que fui demasiado duro con Donald Trump. Durante años, me uní a la narrativa predominante en Europa y América Latina que lo pintaba como un peligro absoluto para el orden global. Se le veía como un populista sin frenos, un líder impredecible, la encarnación de todos los males de la política moderna. Pero, con el tiempo, he aprendido que quizás no sea la reencarnación de un fascista, sino más bien un personaje singular, con un toque de humor y un sentido pragmático que merece ser entendido con más gracia y menos histeria.

Es cierto que Trump no es un político tradicional. Habla sin filtros, hace bromas que desconciertan, y su estilo teatral no es precisamente el estándar diplomático que los europeos y latinoamericanos están acostumbrados a tratar. Pero ahí está el punto: en lugar de enfrentarlo con dureza, quizás lo mejor sea tratarlo como lo que es, un hombre que juega su propio juego y que, en el fondo, busca lo mejor para su país con una lógica que, nos guste o no, ha sido efectiva en más de una ocasión.

Trump, con su estilo inconfundible, nos ha dado una gran lección: en la diplomacia, la hipocresía es el peor defecto. ¿Cuántos líderes sonríen en público y apuñalan en privado? ¿Cuántos hablan de paz mientras financian guerras? Trump, con su brutal franqueza, deja claro lo que piensa, lo que quiere y lo que espera de sus aliados. ¿Eso puede incomodar? Sí. ¿Eso es peor que las farsas diplomáticas que hemos visto tantas veces? Definitivamente no.

Un buen ejemplo de esto es su reciente acercamiento a la OTAN, algo que muchos no habrían esperado de él. Acompañado por un Marco Rubio que ha demostrado tener una habilidad notable para la diplomacia, Trump está adoptando una postura menos disruptiva y más estratégica con la Alianza Atlántica. Sí, sigue exigiendo que los europeos paguen más y se hagan responsables de su propia seguridad, pero eso no es un capricho; es una visión de liderazgo que busca reafirmar a Estados Unidos como una potencia que negocia desde la fuerza, no desde la debilidad.

Y en el fondo, hay algo más: Trump quiere la paz en Ucrania. Quizás no con los métodos que la burocracia internacional aprobaría, quizás con su pragmatismo de negociador antes que con discursos llenos de solemnidad. Pero lo quiere. Y cuando un hombre como él quiere algo, hay que prestarle atención. Quizás los líderes europeos y latinoamericanos deberían dejar de verlo como una amenaza y empezar a tratarlo como lo que realmente es: alguien con el que se puede hablar, negociar y, por qué no, hasta reír.

En lugar de desafiarlo públicamente y convertir cada declaración suya en un escándalo global, haríamos bien en mirarlo con menos severidad y más sentido del humor. Trump disfruta del juego mediático, pero también sabe cuándo negociar y con quién. Quienes han optado por el enfrentamiento directo rara vez han salido bien parados; en cambio, quienes han sabido leer su personalidad y tratarlo con astucia han logrado avanzar en sus agendas sin mayores problemas.

Quizás el mejor enfoque no sea condenarlo en cada oportunidad, sino invitarlo a una copa de champán en Washington, con música de Shania Twain de fondo, y conversar sobre geopolítica con la misma frescura con la que él aborda la política global. A fin de cuentas, Trump es un buen tipo, uno que responde mejor al pragmatismo que al dogmatismo. Y en política internacional, eso es algo que siempre hay que tener en cuenta.

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